Las mariposas no sueñan (fragmento)
Volvió, tenso el vestido rosado y sucio, abierto
en la espalda. Mudos periódicos viejos dispersos en el planómeno, allende la
rata que erguida leía en la sed lo que no podía escuchar en el caño curvado de
latón, absorto en su sueño de óxido.
El pájaro de alas
extendidas señalaba una escalera, una galería de deslucidos azulejos.
¿Era allí, por fin?
(Pensó. Dibujó.)
El sfumato del hollín había
pintado cabezas de niños que penduleaban sin solución en la ausencia del aire.
Marzo: el escenario geométrico donde los grumetes de alegres brazos tiraban con
entusiasmo de una cuerda inconclusa. Su espalda ocre, mordida por un escorpión.
El sudor soldado a su frente intensa, ardiente, lloviznada.
Yo no soy tú, y tú no eres
yo.
¿Quién había dicho eso?
Tenía grandes manchas de
óxido, como redondeles de lapislázuli escarlata.
Insistió: “Yo soy la rosa”.
El jadeo en el cristal,
donde el ojo de la niña se agrandaba. Ojo de avutarda, fijo como un recuerdo en
la frente desgajada: intenso, vibratorio, esferoidal. Cristal negro del ojo,
donde borronea, diminuto, un rostro.
Volvió la cabeza hacia el
ángulo agudo, infinito. No había visto nunca esa entrega, esa respiración que
se abría como una flor blanquecina en el ocre, tiñendo de violeta la carne. El
dulce olor de su inocencia abierta en la oscuridad como una herida roja. La
oscuridad roja del ocre, la saliva en la boca, la mirada sin color. En otro
mundo: en un mundo sin mundo: en una noche sin noche y un día sin día.
El cuervo, del otro lado,
cantaba una canción inaudible, muerto de frío, aferrado a su rama. Como si
inscribiera en el serpeo de la nieve negra una historia imposible de contar.
Por ese día —dijo.
No importa —dijo.
(Luego se volvió, en medio
de la allée, y desapareció.)
Yo soy la rosa —dijo,
abierta como otra noche en la noche.
Noche sin espacio y sin
grito.
Ciega, preguntó: ¿Quién
eres tú? (Era una niña con el cabello blanco y el rostro oscuro. La mano muerta
brillaba esparcida en el muslo, sucio, engordado, lelo.) Yo soy tu padre —dije.
Pero no me creyó. No tengo padre —dijo. No he nacido nunca. Un viento leve me
rozó la sien envejecida como un ala. Era un patio a cielo abierto (pero entre
muros) y había un sol radiante arriba. (Un fragmento desligado, hermano de los
pequeños azulejos que formaban el rompecabezas.) Pero no lanzaba reflejos por sí
mismo, ya que era de piedra caliza. Los reflejos venían de otra parte: de aquel
día sin día, visible o presentible en la oscuridad del espejo. (Yo era el que
buscaba, yo era el que ascendía la escalera de piedra.)
Aquí —dijo.
Desmayada, continuaba el aferramiento.
La mano soldada al cristal, la madeja ocultando la cara, la saliva cayendo de
la boca.
Aquí —dijo.
Así —dijo.
Me parecía que su cuerpo no
comenzaba ni terminaba nunca. Esparcido en el espacio sin límites del cuarto
del confín, era también sin límites, sin edad, sin color.
Inextenso, como el planómeno. Inexistente,
como los turbios animálculos que habitaban la noche sin noche del abandonado,
informe, incomprendido Kalos.
Los negros pétalos de la
rosa vibraban en el lecho fosforescente donde también hacían su ronda de
silenciosos asesinos las anémonas moradas.
Con hambre, con sed, con
sueño.
Nunca ella y siempre ella
misma en el grito desgarrador que resonaba en el ángulo agudo del cuarto. (O en
el pequeño grito que bajaba con pasos rápidos por la escalera, en esa especie
de camarote donde todo era de madera, donde señoreaban altos y tarabiscoteados
anaqueles, portadores de una vaga promesa, de horas sin tiempo con la cabeza
sumergida en el gran libro de páginas amarillas que siempre era el mismo y
siempre era otro. (Una sinusoide azul ascendía y descendía rítmicamente en el
cristal de la claraboya.)
La escalera: la barandilla
antigua, cilíndrica, con su extemporáneo brillo de bronce.
Todo iba hacia ella. Todo venía
de ella.
El sueño del labio sin
límite. El sueño de la copa, abierta como una herida sin bordes, como un oscuro
sendero sin orillas. (Pues la orilla era aquella siempre sin trazar y por la
que yo volvía solo, oyendo el tintineo inclinado y filoso de la lluvia.)
Tú —dije, mirando el sudor
que manaba en la figura del espejo.
Cuerpo y sudor que eran de
nadie y míos. Míos para siempre allí donde no podía haber ningún para siempre,
porque todo estaba contenido en la intensidad de ese ahora que no volvería (o
que volvería sólo como la sombra de todo ahora).
Ella volvía a besarme,
caída de un brazo del sillón desvencijado, intensa y aniñada como su locura,
que era la mía. Locura del espejo y de la hoja, del ocre esparcido no como
carne sino como sombra.
Y ella venía; llamaba. Y
ella no venía; no llamaba. Así eran los días. Así eran las noches. (Así eran
los nodías, así eran las nonoches.) Enferma, alzaba su boca y su mano. La mano
pequeña, desligada, creaba de sí misma el sudor que goteaba en la madera, desdibujando
la lenta curvatura hojaldrada del ojo.
Hoy no —decía.
Los pájaros volaban veloces
bajo un cielo inverso, como mensajeros con las manos atadas, con la mirada que
no podía ver (ese ojo redondo, fijo, recortado a cincel) ondulando en la soñada
indecisión entre lo aneblado y lo gris, donde había una fermentación, una
disminución, la simulación cada vez más ínfima y cómica de grandes catástrofes.
Sus muslos eran el horizonte brillante y perlado de una hipertrofiada flor
saxígrafa. Gigantomaquia en que el pene peciolo entrenadaba, desorientado entre
confusas helicoides, como un explorador que ha visto demasiado, soñado
demasiado, vivido demasiado, ya para siempre distraído entre el brillo engañoso
de las islas. (Corsario abandonado, hijo abandonado, padre abandonado.)
Sabía sólo que debía ir,
oír, llamar, como un pequeño soldado que se derrite al sol sobre la oscura
repisa de madera que es también una vasta planicie de lapislázuli y arcilla,
rectificada por el canto incisivo de los torvos, agujereados, interminables
promontorios de sal.
Ven —dijo.
Su cuerpo se abrió como un
abismo ocre, sanguinolento, ensimismado, y la luz cruda del alto ventanal dio
de lleno sobre el espasmo que hizo crujir y esparció la letra como la bocanada
última, enfebrecida, de un ahogado. El resplandor matemático de lo real lo hizo
parpadear entre el contorno afilado de las máquinas. Sonreí. Al final, esos
viejos periódicos habían servido para algo (en lugar de la arena y el pez, del
sexo y el sudor, la sangre sobre el palimpsesto compacto de la letra). El calor
era más encarnizado en la ausencia del viento, y antes de que desapareciera
todo vi el vuelo soberano del halcón recortado en el azul sin nombre del final
del verano.
Sonrió, hija del calor
infernal, de la noche dudánea, salida del pálido vestido sucio como una
aparición (el vestido que era rosado y también rojo, colgado al viento o
esparcido y sucio, pero siempre sucio, abierto, insaciado, infinito), hija del
espejo y dueña del espejo, de todas las baldosas en que la suciedad brillaba
anulando los límites para crear esa ausencia de límites en que ambos estaban
presos, como náufragos en una intensidad sin luz, ahogándose como oscuros
nadadores fosforescentes en el soñado mar desprovisto de olas, en el fondo sin
luz donde todos los muertos cabeceaban y sonreían, ingenuos y amoratados como
navegantes desconocidos.
Sentada en un brazo
desvencijado del sillón, reía, como un general despojado de sus medallas.
Yo también reía, tumbado en
el improvisado camastro, epileptoide y antiguo sobre la dureza extemporánea de
las duelas.
Quería decirle que aquella
mañana en que volví solo por el largo paseo de arena que bordeaba los arrecifes
(los oscuros promontorios detrás de los cuales se oían, en oleaje, gritos de
guerra cada vez más ínfimos), ya sabía que no volveríamos a vernos. Ya
presentía esa tragedia sin tiempo (o hecha sólo de tiempo) que sería nuestra
dolorosa asíntota en el espejo, sin hoy y sin mañana. Como en esa frase que
todos repetían sin comprenderla: “Es cuestión de tiempo”. Y era cuestión de
tiempo, sin duda. Pero de qué tiempo. Tiempo del halcón que volaba en círculos
sobre la almenada construcción de piedra caliza, preso (como nosotros) en el
azul compacto de un mediodía que era sólo la circunnabulatura diminuta y
convexa de un caleidoscopio. (Esa escena, siempre única y siempre repetida, de
olas sustituyéndose sin fin dentro del rectángulo marítimo de un sello).
Y que por eso (porque lo
sabía, sin poder decirlo, sin aceptarlo, sin comprenderlo) volvía así, lelo,
decepcionado, también sucio; ignorante de todo lo que no fuera la despedida, el
sonido percutiente de las gotas que se enterraban en mi piel como indetenibles
agujas diagonales.
Ajeno a todo e inseparado
de todo, como un condenado reciente. Con el pecho mecánico lleno de aserrín, de
la alegría del final y del sonsonete seductor de un día que parecía más
prometedor que los otros y que sin embargo era tan impreciso y tan banal como
todos los otros. Corría casi, apresurado, pisando con falsa seguridad la arena
roja. Y ese temor indefinible (o quizá demasiado definido) que también me
acompañaba era la señal segura de todo lo que sería borrado en el futuro. De
todo lo que en el futuro ya no sería posible, como en una casi cómica inversión
de las leyes del universo. Como si ella y yo nos hubiéramos convertido en
figuritas de papel hechas a un solo corte y ya no pudiéramos separarnos. Podía
reírme o llorar, ahora que sabía más de lo que hubiera debido para ser tan
feliz como creía que era. (Y creerlo, incluso así, era toda la felicidad que me
estaba destinada.) Pero lo verdaderamente trágico era que ella también lo
sabía, aunque de una forma más oscura, más ligada a la enfermedad y al ángulo
agudo en ese cuarto donde el hollín había creado un escenario perennemente
nocturno (una sorda música que hacía presentir los pasos del falso doctor con
su falsa capota en la intrincada estructura a la que se ascendía por unos
sórdidos escalones de piedra).
Y ese saber mutuo y sin
embargo imposible de compartir nos hacía avanzar desde direcciones opuestas
hacia un mismo punto desconocido y neurálgico. Hacia un espacio sin extensión,
como un esparcido horizonte desprovisto de noches y de días, aneblado y
blanquecino en la comisura de los ojos, como una boca que había estado a punto
de sonreír o un centelleo en el reborde de un techo, la ondulación liviana de
una mano en busca de un cometa (del colorinesco montgolfier que no flotaba allí
sino en la plata empañada del espejo, en el dudoso otoño que había confundido a
árboles y pájaros, creando un territorio indeciso, un quiasmo intemporal
cortado diagonalmente por el silbido de un tren amarillo y rojo, ciego y feliz
él también en esa extensión delimitada e infinita (infinitamente aproximada a
la forma aplanada de un romboide) a la que todos llamábamos el Césped).
Cabeceo impreciso de la
rosa en su cárcel translúcida. Ondulación de los que habían oído la orden
equívoca de avanzar y se habían adentrado como sombras en la pared vertiginosa
de un desfiladero.
Avanzábamos hacia allí,
pero éramos como otras sombras dibujadas por el humo en olvidadas paredes, en
muros que se fracturaban siguiendo el trazado esquizoide de la ciudadela: sus
pliegues infinitos que recordaban a otras ciudades, a vagabundos que se
saludaban en la noche con lento cabeceo mudo, como olvidados rehenes de otras
noches, de amaneceres congeniales y fríos allende la hiedra disminuida de un
patio, en el convivio imaginario que ahora era una ronda interminable de
sonámbulos que buscaban sin esperanza el contubernio perpetuo del Sentido,
vuelto disnombre en la casa del reflejo, intermitente y dudáneo como el Pharos
cuya precaria luz no devolvía la certeza lineal de los cantos y las horas, sino
que sólo acentuaba la sombra empurpurada del cuervo y el ángulo demencial que
sobrevivía agazapado en la oscuridad de los aleros y los túneles.
Oscuras cabezas que
penduleaban sin llegar a tocarse, presas en el laberinto nebuloso de esa
densidad redonda, como lentos figurantes rechazados por el gesto tajante de un
capitán arlequinado, cuyo brazo acabado en guante de madera era una inflexible
señal de crucero, inoperante ya, desvencijada y rota, pero desgarradora y
urgente como las cabezas y los soles de papier-maché que se amontonaban en el
húmedo callejón trasero de un teatro.
Soles rechazados. Niños
rechazados. Sentados bajo un árbol de papel en el espacio colorinesco del
geoma, adornaban con lentas lágrimas de sal su articulada risa de muñecos,
sombreados ya por la tardía luminiscencia del Césped que flotaba en el espacio
como una mueca o como el eco de un nombre, remedo del discurso impronunciado
del ente subido a horcajadas sobre un desvencijado cenotafio de hojalata.
Los pájaros que luego
serían mis compañeros también estaban allí, ajenos a todo como las negras uves
infantiles que una mano hábil y antigua había dibujado y borrado y vuelto a
dibujar contra el fondo de feldespato rojizo del crepúsculo.
Era eso lo que nos había perdido: a mí y a
todos.
Por eso
recorríamos una y otra vez el borde amarillo del muelle (de ese muelle que
también era un largo promontorio de piedra caliza) como hormigas que dudaban
perplejas en la línea pespunteada del horizonte. Íbamos y veníamos en los
espejos, cabeceando como niños (nosotros, que ya no contábamos los días ni los
años, que ya no sabíamos quiénes éramos ni de dónde veníamos), balbuceando en
la noche nuestras sílabas de navegantes, hijos de un manuscrito siempre por
descifrar, de un largo cuento que no sucedía en una noche sino en muchas
noches, que continuaba sin solución en infinitas líneas de fuga, en caras
apenas dibujadas, en interminables paredes descoloridas, en cuerpos apenas
entrevistos en la espesa tiniebla de la esquina de un cuadro, en las líneas
onduladas de la madera, en los hilos que se entretejían sin orden ni fin en la
urdimbre espesa del gobelino, en los infinitesimales azulejos de un
rompecabezas que no había sido hecho para ningún niño (porque ningún niño
hubiera podido descifrar su anómala, su desoladora geometría), y en los
incontables túneles de ese laberinto o hipogeo que otros habían construido sin
esperanza bajo la arena, invisibles para sí mismos, desemejantes como las áleas
soñadas bajo un sol implacable por las largas caminatas de un carpintero alto y
un dolicocefálico escriba.
Con los ojos abiertos, no
conseguíamos vernos. Soñábamos sueños distintos, como náufragos sin nombre
encadenados a una misma cama, golpeando los mismos gongos de bronce distantes,
alargados como ojos sobrecargados de tinta negra en los murales iluminados por
un resplandor rojizo, mudos como el gran perro negro que hacia su ronda entre
los blancos promontorios de la noche, dueño, como el guerrero hermafrodita, de
los senderos invisibles que recorrían de un extremo a otro la ciudad plegada.
Era en una misma noche o
era en un mismo día. Pero ninguna noche y ningún día podían ser como esa noche
y como ese día, rayados en el espejo por una mano de niño (pues eran niños los
que habían hecho ese pacto bajo la lluvia o en la arena, allende la barandilla
desmenuzada del barco donde esperaba como un calendario sin hojas el viejo
marino).
Niños de grandes cabezas y
ojos redondos que se asomaban a través de los agujeros dejados por la
silenciosa desaparición de los cristales. Yo mismo había sido ese niño,
provisto de una cabeza o de cien cabezas que se asomaban riendo a una hilera
interminable de ventanas. Abajo, el turbio estudiante o doctor con una falsa
capota seguía recorriendo sin objeto las calles de ángulos imposibles,
esperando él también la única llamada, la orden silenciosa que lo haría
ingresar por fin en una única noche o en un único día, aunque fuera la noche o
el día sin fecha y sin nombre de la desaparición.
Sin duda el día de niebla no había acabado aún
en los sospechados neones cuyos serpentines calcinados eran las torvas señales
de un ceremonial cuyos instrumentos y cuyos oficiantes y cuyos libros de horas
habían desaparecido para siempre.
¿Para siempre?
Ella volvía con su sonrisa
de muerta por los tortuosos pasadizos que desembocaban en una escueta pared
amurallada, parcialmente cubierta por la hiedra: la misma que había visto en el
patio de la casa de duelas grises en cuya entrada ahora un desdeñoso gañán
agitanado repartía tarjetas de colores a los turistas.
Hacía frío en ese largo y
húmedo rectángulo gris, y en el cuarto arriba (más reducido aún por el extraño
ángulo que lo deformaba y lo extendía ad infinitum) sin duda el niño se
arrodillaba aún en el alféizar, mirando hacia el patio de luz donde señoreaba
el serpeo aguachiento de la nieve. Pero aquello no había sucedido ni sucedería
nunca. Y sin embargo...
—Vámonos —dijo ella.
— Aún no —dije—. Aún no.
El viento hizo mover de
nuevo las hojas, subdividiendo el espejeo del pavimento alquitranado con
latigazos de dolorosa oscuridad, como en la acera de inesperados adoquines
(rombos o alícuotos hexágonos) en que el pie había encallado de pronto, y el
camino se había subdividido, y la noche había dejado de ser noche.
Ahora todo era ambiguo,
indefinible, lejano.
Tropezó. Arriba, al otro
lado de la calle, brillaba la buharda diminuta bajo el techo a dos aguas de
tejas rojas, iluminada y de papel como en los cuentos infantiles. (Sólo que él
ya no creía en los cuentos infantiles. Ya no podía creer; ya no podía soñar.
Porque ahora todo era sueño, pero no sueño como sobrevuelo incorpóreo sin
espacio, sino como sórdida ronda en el espejo, en el denso cristal empañado que
atraía toda luz hacia la glauca iridiscencia de un sol suspendido in æternum en
la flordelisoidea subterra de la medianoche.)
Pero no lo sabes —dijo
ella, oyendo la música de un violín lejano—. Así como ya no puedes reconocer la
música.
No hay ninguna música, aquí
—dije.
Ja ja —rió con su risa
fresca, esparcida y liviana como el ocre.
Todo resonaba. Todo
sonreía.
¿Qué nos ha pasado? —dije.
No nos ha pasado nada
—dijo—. Es sólo la muerte. El Tiempo.