Una muerte saludable (fragmento)

Cayó la tapa del piano con un golpe seco, y la estufa antigua crepitó con apócrifo desmayo, mientras la lengua de fuego sorbeteaba la losa amarilla y auscultaba con horrenda curiosidad el tuétano de la madera barata. No hay, no ha habido nunca, dijo el silencioso Robert, sacudiéndose de la sotana (siempre le pasaba lo mismo) las migajas de los panecillos turcos, otros cataclismos que los mentales. Con lo cual, desde luego, no estaba de acuerdo en lo absoluto el anarquista Alexander, que defendía con uñas y dientes (palabras literales) el señorío sin mácula de la ausencia, por más que los ausentes a quienes así de pronto pudiera recordar más bien eran heraldos de la pérdida y en consecuencia, mi querido Alexander, decía sin palabras y con parcos movimientos el casianciano Robert, es a eso precisamente a lo que te refieres, a la decadencia monumental del yo infinitamente orgulloso de buenas a primeras solo en la cumbre pelada donde sólo sopla el viento, el viento de la dispersión, el viento de la destrucción, el viento de la desaparición, sobrecogido por el desamparo y derribado de una vez por todas como un bulto negro de fieltro sobre la nieve centelleante, allí, en el imaginario ápice de la alta cumbre, nunca conquistada. Iba a decirle justamente al cura maldito con enérgicos movimientos de cabeza acompañados de frenéticos movimientos de manos que no se trataba scheiße en absoluto de eso y que había sin duda otras cumbres, otras aguas, otros vientos y otras inexploradas selvas cuando vi levantarse a la asombrosa Gertraud sin despertar de su sueño y al gato de amarilla pelambre arquear el lomo chamuscado a su paso de rey por el borde de la estufa al tiempo que oía los pasos de alguien tal vez Felice que regresaba en puntillas del cuarto de baño doblados por el paso inaudible de la sombra que bajaba (aunque sé que ese paso sólo lo oí yo y que intentar explicarlo era de todo punto falto de sentido) la simple y a la vez compleja escalera que llevaba de la sala de estar al vasto salón e improvisado teatro de paredes desconchadas y que al mismo tiempo comunicaba el casi sórdido inquilinato con el acristalado y soi-disant postmoderno paralelepípedo de hormigón armado de la iglesia.

Gertraud comenzó a cantar y durante un nonasegundo nadie lo reconoció, mas algo distinto del sonido dio cuenta de él y de la genial música y ello fue el sobrecogimiento del lémur Vartan, que sin otra posibilidad dado su ultrasensible oído fue quedando aplastado sobre el taburete digno de un cuento para niños hasta quedar convertido en una papilla informe que recordaba vagamente la forma de una oreja, mientras el resto de nosotros pobres mortales éramos arrastrados inmisericordemente por la irrechazable melancolía de la voz (por su abrumadora carencia de realitas), y cautivos ya de su ascenso nos alejábamos unos de otros sin posibilidad de volver atrás, mirando al mismo tiempo como con ojos de muñeco de fibra de vidrio que mira bajo el agua la turbulencia ondulatoria de la helicoide que se desovillaba como una doble banda de niebla y de ceniza (figura a la vez simple y compleja), y el súbito ausentamiento que metamorfoseaba el otrora tenso y colorinesco arco voltaico en el estallido entrópico de una única célula nerviosa o lo que podría ser considerado como tal (separada ya de sí y de las otras por una distancia inconmensurable: ¿ d ó n d e e s t á s h e l g a d ó n d e e s t á s a n u s h k a ?), a partir de ninguna historia transformada en una pura alea sin rostro y más aún sin posibilidad alguna ya de rostro o sueño, ebria del anonadamiento consciente en el orgasmo sin límite único capaz de despojarnos de nuestro anhelo por los grandes saltos y de la visión incomparable desde el risco vertiginoso allende un vértigo más desacostumbrado y antiguo que incluía (pero que no daba sentido sino que negaba o ni siquiera negaba: ex oía, ex nominalizaba) la ondulación inexplicable de la mano de Elisabeth, y el regreso inesperado de Abdul-Aziz, y la fuga no confirmada de Helmut, y la persecución implacable de Ánushka, y la... Yo miré por sobre el hombro del ya sólo posible Vartan y vi la firma del mismísimo heitor villa-lobos estampada en la partitura (antes o después de que el ávido y lúgubre Oficio reclamara la vieja casona magníficamente situada y mejor acondicionada por dentro y nos dejara así lo partiera un rayo de una vez por todas sin sala de reuniones y lo que es peor sin el encanto de aquella voz prodigiosa, auténticamente celestial), junto al retrato del prognático en meditación que sólo dios sabía cómo había llegado hasta aquí y las herrumbrosas medallas del paralítico padre de Gertraud apiladas como monedas sin valor dentro de una botella de strathisla 1876 polvorienta y vacía. Sin solución de continuidad, Gertraud se sentó y reapareció intacto el tembloroso Vartan, como en un perfecto número de vodevil, pero nada, desde luego, volvió a ser lo que era (ni siquiera la pálida fortaleza abandonada cuya inexpugnabilidad dieciocho siglos después ya no importaba a nadie). No, ni la negra noche. (No, errático, ardoroso, inverosímil Kroenninkgaar. Ni eso.)

Azorado como un niño el pálido Robert dijo que no había experimentado nada semejante desde cuando, dieciocho años atrás, había visto a un cantaor flamenco en un falso o improvisado decorado de cortijo polvoriento en el confín de un recoveco sucio al fondo de una callejuela aún más sucia en algún lugar remoto de la antigua Anatolia que acababa en una perniciosa discontinuidad o una sorda tapia y se le erizaron uno por uno todos los pelos del cuerpo. ¡Madre mía! (O quizá, nada podía oírse bien con ese viento demoníaco: Mare nostrum!)

—Pero, ¿dónde diablos está Anatolia ?

—Anatolia está (¿aba?) en Asia Menor, Alexander. ¿No lo sabías?

¿Alexander?

Ah sí, es cierto. Sólo que yo no me llamo Alexander. O mejor aún: «Ah sí, es cierto. Ahora recuerdo que yo me llamo Alexander». O tal vez incluso: Aleixandre.

Oh alejo. Oh lejos.

Alejo aliejin aliojin.

De guerrero sioux a guerrero sioux, le dije, muy serio, a Ánushka, apoyando mis pesadas zarpas en su hombros pequeños. El que quede con vida, que continúe. Que llegue al menos uno. Uno, al menos.

Al-Uno, reía el árabe, Al-Uno, con los ojos colgando en el aire como dos grandes sortijas de color de olivo.

Extraviado en el hipertoide formidable y fortuito de la imaginación (el solideo), miré al gato de angora con la extraña quemadura semejante a un dibujo de la odiada Inglaterra en el lomo, y el gato (sé que tú no lo crees, Stanislas, pero tú no estabas allí) me miró con una insondable mirada humana y ahora sé también aunque no pueda decirlo por qué tenía el pelo chamuscado precisamente de esa extraña manera y cuál era aunque no venga al caso decirlo el verdadero nombre del embozado R., y más aún: su oscuro exdesignio. El gato se irguió majestuoso como un casi contemporáneo príncipe indostaní y caminó lentamente por sobre las teclas amarillentas del piano sin hacer sonar una sola nota.

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