La represéntation malgré




¿Pero quién continúa leyendo
los pálidos signos?


Religare, verbo providencial, nos habla con la voz dolorosa y centelleante del desvío. Lo unido estaba roto para siempre. El ojo, el gran ojo, el ojo último, dejó deacoger su tarea milenaria de cara a un orden (a un ordenamiento) mediante el cual la sentencia se renovaba a sí misma de un modo casi mágico. El perfil es sin duda esencial para entender esto, pues el entendimiento es un acto más del movimiento (dramata) que no suma ni resta, agua ilusoria en el imaginario molino, abatimiento de la copa en la copa. El perfil, digo, el borde o canto atraído a su vez por la tentación de la mirada. Por esa magnitud desconocida que sin embargo ha producido la amargura resplandeciente de la forma, el valle verde, las consignas y las lágrimas. El envuelto hierofante regresa, a lo largo de la divisoria. Ya está en todas partes, sonoro como los golpes de gong de su imperceptible galope, fantasma que levanta las manos en la plena luz sepulcral y jubilosa del quirófano. Es Megafón que vuelve, rico en dialectos, pero como la ausencia de la vuelta, ya que hay algo que no soporta más, algo que no soportó nunca, una carcajada cismática y demencial en el comienzo mismo de la Anécdota. ¿Una sinécdoque acaso? ¿Algo nombrable y acompañable, alguna mano comprensiva en el odio de la jungla, alguna Sonia espectral que santifique y que dure? Tal vez, tal vez —ríe el oscuro verticalizado con estremecimientos de trastorno. Sus noticias van delante de él, pero como la tierra va delante del mar en el maremoto. ¿Quién soy yo, sino un judío? Y en la percha alambicada se oye el clap clap de los papagayos vestidos para la ópera. Hoy por hoy el ojo es desinencia. El delicado instrumento ha perdido su gracia. Ptolomeo y sus círculos, Galileo y su telescopio, Newton y su manzana, ¿qué son sino las figuras alargadas e inextricables de una anamorfosis? ¿Qué son sino un palimpsesto parloteador pisoteado por la marcha triunfal y paradójica de la técnica? Esa banda municipal que vuelve de un entierro, homo sapientísimus que se ha quitado de una vez por todas la peluca. El granjero entusiasmado ha matado a la gallina de los huevos de oro (ah: el huevo de oro), y alelado todavía por el salto mítico de la sangre, cuenta con voz monótona los animales, los árboles y las nubes. Ni patético ni melodramático. El caudaloso río de la iluminación ha desembocado en el caos. Pero esto ya lo sabíamos. Después de encontrarnos, lo difícil, lo verdaderamente difícil, era perdernos. Perdernos para no volver a encontrarnos. Condenados y lúdicos en el ojo para siempre jamás.

Era o debió ser así, se iba diciendo a sí mismo el cirujano loco, moviendo las manos paródicas y mortales como el Charlot de los Tiempos Modernos. Conciencia de la colmena y colmena de la conciencia. Oh conciencia. La demasiada eficacia ha producido un enrevesamiento. Pero sobre todo ha producido un reverso. Un verso verso verso verso verso. La versalidad, en suma. La versatililidad que ha zafado los goznes de la casa y la ha dejado a oscuras. Ahí, en esa oscuridad, picotea la gallina ciega y salmodia el idiota. Como si se dijera: el poeta y el filósofo, esos dióscuros que se dan manotazos para arrebatarse la piedra promisoria, el santo grial que rebota y tintinea por las escaleras de los siglos.Era o debió ser así, se iba diciendo a sí mismo el cirujano loco, moviendo las manos paródicas y mortales como el Charlot de los Tiempos Modernos. Conciencia de la colmena y colmena de la conciencia. Oh conciencia. La demasiada eficacia ha producido un enrevesamiento. Pero sobre todo ha producido un reverso. Un verso verso verso verso verso. La versalidad, en suma. La versatililidad que ha zafado los goznes de la casa y la ha dejado a oscuras. Ahí, en esa oscuridad, picotea la gallina ciega y salmodia el idiota. Como si se dijera: el poeta y el filósofo, esos dióscuros que se dan manotazos para arrebatarse la piedra promisoria, el santo grial que rebota y tintinea por las escaleras de los siglos.

El sótano fugitivo allí, invadido y abandonado por los enseres, el camerino embadurnado de maquillaje, el venturoso bigote hundido como una brocha aristotélica en el remolino gozoso de la mantequilla. No se está lejos del gesto de chasquear la lengua, como el personaje bruscamente convertido en niño de Villiers d'Lisle Adam. Si la filosofía ha entrado en el tocador, ello quiere decir que ha entrado en el camerino, donde las máscaras que cuelgan son como lo más esencial de las cabezas, como las alternativas sin compromiso de un baile que ha comenzado. En efecto: el pisoteo, la jiga. La ocasión para elegir, en la alegría, a su doble, la Tragedia. Filósofo, poiitís, estadista, campesino. Todas las novedades de la feria están a la mano. Pensemos en el rostro del dormido. Inspiremos, expiremos. Una vez más al borde, como siempre ante la alternativa. Nosotros somos los soñolientos Los noctámbulos, los sonámbulos. Los giróvagos noctívagos. Somos esa trágica disyunción que seca la boca y asordina los oídos: esa carcajada que dura días y días y días, hasta que ya no se sabe por qué se ríe, cuál fue el motivo de esa celebración continua, lo más parecido a lo horrible que cabe imaginarse, esa cabeza de Artaud machacada por el santo oficio, abrillantada por la infinita paciencia de los doctores histriones. Lista de una vez por todas para el escalpelo inapelable, para la glorificación suprema de la vivisectomía.


«Caballeros, señoras...» Así se dirigía a su invisible auditorio el peluquero encerrado en la tienda con los cráneos opalinos que historiaban el mundo. La historia, en efecto, como supo verlo Ettore Scola, es una conversación supraverbal entre maniquíes. La Mort, personaje francés que mezcla asombrosamente lo familiar con lo lejano, la solidaridad con el hielo (la “brillantez helada”), tiene la forma de un esqueleto metálico modelado y descarnalizado por el uso. Es el símbolo consumado de la edificación y de la fatiga. La perseguida dama prometeica antes o después del simulacro de vestido. Antes o después del simulacro del simulacro. La esfinge en unos pocos trazos. La máquina, en suma. El torniquete en el que se abisma (se divierte) la cabeza. Pero la muerte también es italiana, con sus rombos, sus luces y sus saltos. El que falta o faltaba llega pronto. El troquel o resorte está completo, los enseres dispuestos para el éxodo, los impacientes pies aceitunados para la danza. El director de escena es un personaje pintoresco y prescindible: il signor Fellini, gordo como un tenor y con un manuscrito manoseado bajo el brazo, empantanado en Sils Maria por una confusión de equipajes y de aduanas, vuelta la roja cara hacia el sol con una sonrisa que da gusto. Lo alemán es esto o lo otro. Esa figura siniestra allí, ese cuerpo que agoniza allende una ventana, esa hiedra y el lago putrefacto (agua que cura o que transfigura), no son más que los recortes de hule que consumen los ojos del peluquero: las figurillas de Tanagra con que compone su ataúd paso por paso, escalón por escalón, noche por noche. Un clavecín, dos clavecines, tres clavecines acompasadamente. El cuerpo, sin ninguna duda, se gasta. Pero ni esto, tan seguro, es indudable. Todo acto es virtual y toda muerte es imaginaria. Estamos como a la madrugada, en el sereno vigoroso del Mediodía, paradojalmente contentos bajo la fantasmalidad de la luna. Monsieur le Vivisecteur baja de un salto por la rampa. ¿De quién es esa cabeza? La fiesta, que ha empezado hace mucho (hace milenios, quizá, pero todo es dudoso), también ha terminado hace mucho. Lo que nos introduce en el sótano (en la catacumba o cava, en la heladera) es la huella improbable del compañero imaginario forzoso, condenado como nosotros a la fantasía y a la rueca. La marginalia, que debería decir noche, dice medianoche, y en el trastocamiento los horarios, los testimonios y las herencias hacen el resto. Dejamos caer los papeles como un labriego ante la mínima moralia de una bula. Todavía, nos decimos, todavía, cuando ya pasan volando sobre nosotros los techos y las vacas. Esto —debió decirse el rumiante en su habitáculo polvoriento— es cosa del dragón subterráneo, responsable de mi dolor de cabeza. La cabeza, entonces, debía quizá ser arrancada, pero no como un gran gesto trágico, sino para completar la perfección de la figura, el ausentamiento de lo concebido o la irrepresentación como concepto. He aquí, he aquí, murmura el simio dándose golpecitos sonoros en la cabeza, en una mano tengo la vela y en la otra las botas del agrimensor y en la otra los instrumentos de trigonometría. ¿Qué es, pues, lo que falta? ¿Qué juego seria necesario todavía inventar? ¿Qué sollozo estertoraré frente al espejo rarificado? ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué? ¿Qué urdimbre, qué cosa, qué letra, qué palabra? El señor vivisector acaba confundiéndose con el ojo. Fin de la cita.


La noche, sin embargo, es cosa seria. Y hasta se diría que demasiado seria, ya que en ella tiene lugar el conciliábulo de toda ceremonia. Quiero decir: el “ello”, el “aquello”, el punto con el que el dedo se confunde, el temblor o el temblequeo. Ruta, transfigurada en rupta. Allí es el lugar mismo lo que se ausenta. Lo gótico es el doble de lo mítico. Lo romántico, la ultranza de lo mántico. Es el cuerpo (su extensión) lo que está en juego. Es el espíritu (su puntualidad) lo que está en duda. La noche hace su ronda de espejos, en que las cosas aparecen y desaparecen: aparecen, desaparecen. La obra (la noche) está abierta, y el convocado (el convidado) está ya sobre el potro brillante, helado y oscuro (todo hay que decirlo). Abierto él también y desparramado, lejano como el sonido que producen los dedos al chasquear, como el roce siniestro de la capa bajo el alero, como el húmedo entrechocar de dos adoquines en un patio fantástico y francés. La noche vela. El mal paso, el mal paso. El cuerpo (el dios) esta sobre la mesa. El único comensal, el cirujano loco, el mediquillo, ¿acaso no está también allí, una vez más, de vuelta como el desenterrado que se ve desde una ventana del castillo, ilusorio y vacilante como una llama? La blancura del papel es como el gesto defensivo y casi infantil con que la mirada se protege de lo que ha visto: la armazón alzada contra la noche (pero en las alas de la noche). La letra lastimada que chilla, como un animal castigado. El sonido demencial para el que el oído no tiene solidaridad ni conjuro. Porque ello mismo es la conjura, pero en el instante en que los conjurados desaparecen en un hueco del muro o en la esquina. Obra ante la cual podría colocarse el siguiente pórtico: “Prohibida la mirada”. Obra que invita a la exageración y a la impaciencia; a la desesperación y a lo fortuito. Al desaliento, en suma. Obra que es carnalizacion (carnavalización) del infortunio. Algo que, al borde del abismo, nos empuja. Uno quisiera olvidarlo enseguida. Sin duda, se dice uno, pasándose una mano por los ojos, se trata de una broma. Pero no: es en serio. Tan en serio que no queda más alternativa que prestarle atención, a ese loco allí subido
sobre el púlpito, mono gramático que no profiere en vano, porque tal vez toda sibila estuvo y está loca, todo físico-matemático tiene algo de imbécil, toda sonrisa es tortura y toda filosofía es simulación razonada.

La rupta, la conciencia que ha perdido la razón (que se ha hartado de ella), produce por disminución, como en el ensueño de un pozo cegado. Somos más altos que nosotros mismos: somos el ridículo consumado. Leve hinchazón del horizonte, humano significa insolación, deuda y premura. ¿A quién le debemos? ¿Por qué nos apresuramos? Viajeros interminables entre la caverna y la llanura, nos arrodillamos exhaustos ante la cabeza de piedra que acariciamos con mano suplicante. El muñeco divino nos responde con su vocecilla de ventrílocuo, o creemos que nos responde, pues en el ocaso todas las miradas son la misma: el vacío burlón del valle despojado por la sequía, mondo como la tabla sagrada de los sacrificios después del banquete de Pantagruel. Hablar por nada, porque sí, a pesar de y como si el ahuyentado auditorio tuviera la áspera paciencia de un concilio bíblico. He aquí el deseo circular del loco que trasiega con serpentines y plaquetas. Diagramas de una operación (representación) cuya meta es la extirpación del ojo. Escueto resumen (y sin embargo, despliegue) que el doctor Farabeuf, ese doble de Fausto, hubiera sostenido con sus dos largas pinzas de cangrejo. Ah, doctor Farabeuf, he aquí la oblicua confirmación oftalmográfica de tu instante, de tu empleo. El espacio de la tortura aquí se abrió; y se cerró aquí. Informe final de lo que el ojo, desasido de su órbita familiar por un soplo fantástico y como salido del abismo, dejó de ver en su exilio infinitesimal a través de la ruptura que es arrepentimiento y providencia. Glóbulo histriónico que elige por emborronadura, que da en el blanco como da en la cabeza monumental la cachiporra compacta y distraída. En una palabra: el ojo se perdió en el Halloween.


Esta poesía en acto, entonces, este acto en poesía, es la facturación de un ritual y de su correlato: el sacrificio. Facturación que es fractura, divertimento, exabrupto. El último comensal se ríe entre lámparas de piedra cristalina que oyen sus carcajadas y que le responden. Un espíritu es otro espíritu es otro espíritu es otro espíritu. En las dintornantadas barajas de la noche, tres deidades imponentes se confunden: la esposa toma prestado el rostro de la madre, la hermana adquiere la corporeidad infinita de la esposa. El lastimado transita por la fiebre entre estos espejismos. Delira entre los promontorios ceremoniales como la carne bajo el escalpelo. El corazón de la fiesta es el despedazamiento del dios entre el golpeteo danzario y demencial de los maniquíes. La prehistoria sagrada de la flauta. Pero no como Osiris, para ser reconstruido, sino como Orfeo, abierto para siempre a la vivisectualidad de la mirada, a la imposibilidad del regreso. La représentation malgré ocurre ante un ojo que no es el ojo que mira, sino el mismo retroceso de la mirada que se desentiende del ojo, así como el ojo se ha desentendido de la mirada. Pero aquí no hay delante ni detrás, no hay arriba ni abajo. El falso paso no sólo pierde el camino, sino que se reencuentra consigo mismo para mejor perderse en la soledad multitudinaria de la neurosis. Trastorno fundamental que no se acoge a ninguna terapéutica, porque es el médico mismo el que está loco. La máquina que ríe ha visto el contorno exacto de su poder y ha saludado lo que desconoce. El ojo extirpado (ojo que es cuerpo) crece entre los pliegues de la escalera, como un habitante geométrico que vive a su gusto (por el momento) en el no mundo rocambolesco de las márgenes, en el allende de las ciudades o de los mundos. La letra, libre, absoluta, jubilosa, incendia y se incendia, llamando con sus campanillas enloquecidas a lo que ya no puede responderle, pues las condiciones de la felicidad eran el éxodo y la herida. Pero la herida es eterna, como es eterna (ello único eterno) la ruptura que dobla a la inmortalidad y que la convierte en acto. Los símbolos han comenzado a reírse para sus adentros, y la única reminiscencia de su risa es la palidez jaspeada de los signos. Es inútil llamar, golpear, salmodiar, gemir. En el cuarto del confín (en lo último de lo último) no hay nadie.


(1992)

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