Un gato llamado Adam Smith

A tu memoria, Gran Loco



Íbamos bailoteando por un camino de tierra cuando de pronto el gondolero (Sartre se había empeñado en llamar así al flaco y granujiento conductor del yip, especie de golfo sacado de un extraño cuento ruso) detuvo en seco el aparato y dijo vuelvo enseguida jua jua jua y eso fue todo. Los seguimos como piedras rodantes entre las altas cañas como juncos flotantes. Íbamos como ranas en imperfecto zafarrancho, cañada tras cañada. Nada. Nadie. Oh sueño. Confabulados como niños en medio del cerco de charcos de agua grasienta. Pero reencontrados o perdidos. Sabíamos no sé cómo que nos observaban los ojos insomnes y fijos de todos los camaleones. Salidos de ninguna parte. En marcha hacia ninguna parte. Jua jua jua. Y un sol de cara de luna y pelambre roja calcinándolo todo en un radio de 1000 Km. a la redonda.
Así era. Así fue.
Llegada a un claro en medio de la densidad (siempre la forma del diario ¿eh querido Sartre? y todo lo que ya sabemos). En medio del mayor espesor y de su transparencia. Arte del agrimensor sobre las hojas de silueta de venablo repetidas ad infinitum. Peso y densidad. Forma y volumen. Medir y volver a medir. Medirme a mí mismo. Pesarme a mí mismo. Y luego medir y pesar a la bella Simone. Tomar el peso de sus pequeñas nalgas y sobre todo escapar hacia ese azul imponente atrayente erótico denso inmenso de una vez por todas. ¿Perdidos porque (re)encontrados? ¿Dónde están las ciudades que nos prometieron? Y tener que lidiar durante años con todo ese serrallo increíblemente vulgar de la jodida Niza. Eso sí que era náusea, naussicaá. Es seguro que a payaso no te gana nadie decían los ojos repetidos de las ranas, las púas repetidas de los puercoespines (aquí no había sí había), los cuernos repetidos de los alcaravanes y las pupilas profundas de las cucarachas. ¿Dónde estaba lo nuevo (el novum), mi querida Simone?
¿Quién es Simone?
O bien: ¿conoce usted el pecado de simonía?
¿Y el golpe del simún, lo conoce?
No conozco nada, no soy nada, no sé nada.
Bien dicho, susurró el gato, apareciendo de ninguna parte, como un dibujo animado que brota de una gota de tinta. (Excelente imagen, la del dibujo animado. A ver si nos escapamos de una buena vez de la ajorca pohorca del viejo descartes.) Los ciclos y las estaciones, quién los conoce mejor que el anciano Culthard traído aquí por el anómalo ciclo de la guerra (y ¿por qué no? una religiosa), disfraz acaso de una pasión más secreta y, como todas, inconfesable. No se me ponga melancólico, mi viejo, y échese un trago. ¿A que eso no lo tenían donde la absurda Escocia? Ojalá pudiera decir que mi delirio procede del sol, o acogerme a la sombra bienhechora y todojustificante de los manicomios (menos mal que a Proust no le dio tiempo a escribir esa parte). Pero volvamos a aquello de las estaciones. Observo el cielo con un solo ojo-telescopio y veo con claridad asombrosa todo lo que debí abandonar hace tiempo, sin agonía de por medio. ¡Ras! ¿Sí o no? Y lo que debí aprender, no lo aprendí. De modo que a lo único a que se podía echar mano ahora en tan románticas circunstancias era al asombroso Verne Jules. (O si gustáis: en julio y viernes). Es mi beso el que procede del sol, de ahí que calcine instantáneamente todo venablo imprecatorio con boca bífida. ¿No lo cree usted así, mi querido Felipe? Arderás en la hoguera, puta. (Mi ojo de cíclope interviene, y mi mano tullida mueve la mecedora tenebris, mientras dos siluetas agenciales descienden prodomo del improvisado arco de triunfo donde —¡si lo sabré yo!— no pocos culos de cabeciduras menores han volado jubilosamente a la dinamita.) Íbamos pero de algún modo ya no íbamos. Entre otras cosas y aunque parezca mentira o precisamente por eso debido a la aparición del gato. No sé por qué pero todo aquel asunto del gato olía mal. Te lo digo, Aphrodites, mi querida amiga, pensando sobre todo en nuestras tardes morfinómanas y ninfomaníacas en la absolutamente maravillosa isla de Kea, mientras yo leía a Joyce en el acantilado blanco y tu mostrabas en todo su esplendor ese cuerpo soberbio y como inane que hubiera puesto de una vez por todas al bueno de Cavafis en su sitio. Oh cuerpo. Oh maravilla. ¿Quizá yo tampoco aprendí lo que debí aprender? Anegados en ese fondo común, ¿cómo, bella e insomne Aphrodites (quizá a ti también te espere dentro de poco el hacha desviada y certera de algún sacrificio étnico, en este mundo de ahora nada es seguro), podríamos aspirar a sostener-alzar algo como no sea la pura y bárbara e inexplicablemente hermosa transiensidad de todo, de todo lo que existe y existirá, incluida tú, incomparable, sólida y suprainteligente Aphrodites? (Y no digo más, pues tanta tinta derramada aquí ha de significar por fuerza una sequía en alguna otra parte, que no por gusto nuestro deseo es tan vasto como limitada nuestra suerte.) Te oigo, Simone. Pero, ¿por qué no estoy convencido? Tal vez fue el gato el que ha pensado esto (todo esto). Ni la noche ni el día nos pertenecen. En la noche sólo corremos como animales desesperados, no huyendo sino en pos de nuestros más atesorados fantasmas.
¿Quién dijo eso?
Con la falda recogida y el delgado cuchillo entre las manos mientras pelaba un gran trozo de caña, gordo como las hilas de cañamazo de Borneo (véase Salgari y otros), la bella Simone parecía un filibustero.
Se internó saltando en el cañaveral repitiendo mi entrepierna sudada mis piernas flacas de muchacho mi pelo de trigo podrido si yo quiero sí.
Copulo y recopulo con todo lo que anda y se arrastra, con todo lo que se yergue o flota. Con todo lo que vuela. Sí. Más allá del más alto parapeto (del sólido y sostenuto y alucinante muro, hecho de trenzado deseo), más allá del más allá de todo lo que me despedaza. Yo, yo misma y nadie más que yo misma. Aquí y ahora, repto y me arrastro como una culebra. Yo soy la gran culebra negra y blanca ven. Yo soy la gran puta blanca ven.
Los jabalíes sordos salieron en tropel. El junquillo titiló como un torturado. El pájaro carpintero llamó y no fue oído. En alguna parte cayó y explotó un bólido rojo. No era de noche ni de día. No había espacio o únicamente había tiempo. ¿Quién eres tú? Yo creé la figura horrenda. Yo sola le di a luz. A la figura mágica, horrenda, última. Me interné en el bosque (en el único bosque). No ha habido calavera más sórdida ni crimen más ejemplarizante. Creo en los niños del mundo, atentos y con terroríficos orificios a modo de ojos. Lo dice el gran bosque, cantando con el silbido profundo de los leñadores, que responden a otros silbidos iguales lanzados por otros leñadores en los confines rojos de Australia. Los senderos del sueño han sido desde siempre los míos. Yo soy el gato (el único). Jua jua jua.
Despierta, Sartre.
Yo podría darles lecciones a todos. Y heme aquí, mudo. He perdido toda medida y no siento la necesidad de ninguna brújula. ¿Extraño? Nada es extraño. Únicamente hay algo que tarda más tiempo en ser reconocido. Si escribes (si de verdad escribes dite elle), entonces no es cosa de mirar abajo, al borde la página. Eres algo que se estremece, borracho, hurgando entre las heces. No nos han (ni te han) dejado otra cosa. Ni ha habido ni hay otra cosa. Convéncete. Eres un puro oh humano detritus. Un coprolitus sagrado. Tu fineza (tu improbable y en todo caso espúrea descendencia aristocrática) es sólo el discurso delirante de un desencuadernado esqueleto no museable, un milisegundo antes de disolverse en polvo con o sin estruendo, más bello para siempre en la luz que dueño indiscutido de sus razones. La gesta es una mano que ondula en el sueño proa a la desaparición y pasto de horripilantes legiones. No sueño esto y sobre todo nunca lo escribiré. Algo ha sucedido o sucederá.
Las iguanas paralíticas alzaron las cabezas. Hojas que cortan como papel, escribió dispéptico el Adelantado. Y de la seda de caballo, nada, mi querido Carlos. Ese cuello bufonesco me da una envidia tremenda. He mandado buscar dos docenas, que llegarán desde luego cuando mi castigado cuerpo se esté pudriendo en estas Indias del demonio, alicantino de mierda. ¿Algo ha sucedido?
Es el fin de todo o advendrá la luz negra del alba. La pared de selva qué increíble tontería. Esto, ¿qué coño y qué diablos es esto? Que le train c’est con eh.
¿Cómo dijo?
El camarada Hijo de Puta escribió el pequeño y calvo Babel. Rectificó a tiempo pero ya era tarde. Lo escrito, escrito está. Paredón paredón don don. Lo quemaron y lo convirtieron en un indescriptible bloque de hielo. ¿Dolió mucho eso? Los idiotas insuperables de una vez por todas lo inmortalizaron, al calvo y pequeño Babel, gran loco engualdrapado en la estepa por derecho propio.
Con de riel.
¿De donde diablos habrá salido éste?
Tenemos miedo tenemos miedo tenemos mucho miedo te.
—¿Loas? —preguntó Sartre.
—Loas no —dijo el hombre del machete—. Orishas.
—Mais c’est egalemente imposible! —se insurgió Sartre.
—Imposible o no —dijo calmadamente el hombre—, c’est completement reél.
—Sí —dijo la bella Simone—. Hay cosas que no son verdad, pero suceden.

Apuntar si acaso en el cuaderno de bitácora más tarde. No sé en qué cuaderno de bitácora pero eso ya se verá luego. Yo soy quien no escribe, porque quien escribe supongo que sufre (que sufre mucho) y yo no sufro nada. Nada de nada. ¿O este divertirse hasta la locura (este amar hasta la locura y más allá de locura, como cuando se dice: «era la locura») podría ser sufrimiento en estado puro? ¿Qué hubiera dicho el perverso y bajito vienés dentro de su dieciochesco armario pintado de laca roja? Basta, me has revelado de un modo desgarrador el corazón mismo de mi alma vasta, profunda y trágica de conquistador-guerrero predestinado (véase Renán) VENIDO A MENOS. Amémonos por última vez, bella Simone, sobre esta sábana áspera de tibios caños de caña. Al fin y al cabo, en efecto, todos los hombres son mortales. ¿No o sí?
Pero no, eso es seguro, sin una ceremonia, rió la sombra con risotada cruel.
Toda parafernalia religiosa es puro teatro. Ficción que tiene (ha tenido) consecuencias muy reales. (Cfr.: ).
Ya volvemos a lo mismo: a los ejércitos de la noche. O el diablo y.
(El biablo el biablo mudó sin sustento ni lengua el condenado.)
Calla y nunca menciones a la culebra. Prohibido prohibido. Absoluto tabú, oh gran tabú marabú. Tabú de los que hacen época. Quita, niño. Eso es. Pero que no le venden la cabeza eh. Eso no. No eso no. Por favor.
A mí con eso. Al mismísimo Jean Paul Sartre, señor de la lógica y de la dialéctica, con esas haitianeries de segunda mano. Salto y me escapo.
Sí, ¿pero cuándo fue eso? ¿No oyes un estruendo, algo así como el rüido-bramido de una gran muchedumbre.
A partir de ahí, desde luego, todo fue distinto.
Preguntarle al bufonesco Humberto.
La gran voz (ridícula e hinchada) arderá como un chorro de petróleo y se hundirá súbitamente en la tierra con un chisporreteo de efectos especiales. Los niños aplaudirán y (sólo por esta vez, no se acostumbren) volverán a entrar los aliados en París, momento en el cual todo el que esté dudoso se cuidará muy mucho de tener quien lo respalde. El sacramento es suficiente para obrar el milagro, más allá de la cara mesmérica y viejocontinental a más no poder de los abyectos e indignos contertulios. Sé los digo yo, carajo.
Eh por favor sin gritos. Tengamos la fiesta en paz.
...horrible, escribió la bella madame de stäel, todas aquellas señoronas con su gigantescos plumeros coloreados como burdas y humillantes parodias de nuestros bien diseñados sombreros de estación que ya quisieran el futuro y amanerado pierre cardin y sus acólitos post-auschwitz de piercing y tatoo (he visto a una que llevaba varios en los...) (...) te lo digo, mi insustituible Placidia, este viaje no lo repetiría más si no fuera por el rito de santerie afrocubaine al que asistimos mi protégeé y yo y donde había otros dos que no conozco uno con un ojo horripilante y ella cómo describirla sí salvaje. Pero espera a que te cuente todo lo que allí pasó...
Las mañana nos sorprende frescos y limpios sobre el campo arrasado pero las cañas crecen nuevamente a velocidad hollywoodense y ya al mediodía, sin nadie a la vista (ni alimañas ni nativos y sobre todo sin el abyecto gondolero que más vale se lo haya tragado para siempre glug-glug-glug un hueco de selva) hay ya otra vez un muro denso en torno a nosotros que oculta el mar y a la ultratierra y a mí mismo el pésimo narrador de esta exhistoria conchabada que urdo por orden expresa de un desconocido al que beso cada noche y cada mañana los pies porque es el que ha pagado mis cuentas (la pobreza es horrible, ¿no lo cree usted así, mi querido y olvidado Orijuelas, futuro vendedor de futuro y gran depredador del gran México?). (Bienvenido seas, oh desconocido, tú que... Etcétera etcétera etcétera. Pero dejaré la carta de agradecimiento para más tarde. Lo primero es acabar de desconchabar este mal cuento.)
Qué mal lo has adivinado, digo. Pero mi guerra con Descartes (¿y por qué Descartes), aun siendo infinita, tendrá que esperar. Simone cada vez más salvaje me obliga a despiojarla como a un simio y a sacarle la sacarosa (digo, las espinas, ya no sé lo que digo) de la espalda. Y Simone, desde luego, también defeca. Y al hacerlo, oh prodigio, no deja de ser bella. Aquí la caca se incorpora al entorno con una naturalidad absoluta, cosa que ni en sueños podría suceder en la decadente Francia. (Sucederá, pero a rébours, en medio de gritos y de toda clase de violencia. Empalamientos, etc. Brrrr.) El sol es un diablo rojo que monta sobre un caballo negro y que lleva una culebra verdinegra enrollada en una mano. En la otra lleva un impresionante caduceo de Mercurio (aunque también podría ser —la distancia es grande y mi vista es muy corta— una gigantesca hacha bipene). A ver si te atreves a descifrarme esa imagen, mi querido Joseph.
Fue entonces cuando el gato (el exiliado de Angora tenía erizada la pelambre rojodorada y un ojo de un color y otro de otro), se subió como si nada sobre un montículo de rastrojo y dijo, atusándose el bigote de fibra óptica:

Me llamo Adam Smith. Ya sé que oír hablar a un gato puede parecer inverosímil, pero no sé por qué tendría que ser más inverosímil eso que el informe pajizonal de cañamazo que nos rodea, y que arde con fuego invisible. Cuando yo estaba en mi causa primera... Pero no, eso lo dijo otro. Convénzanse de una vez, mis anonadados aparceros infernales: nunca saldremos de aquí. Es mejor que lo sepamos (y sobre todo que lo aceptemos) de una vez por todas. Además, la perspectiva no es merecedora de llanto si bien se mira. Demoníaca sí. Y sobre todo: calurosa. O mejor dicho: caliente. Muy caliente. Estamos (¿acaso no lo veis, obscenos soñadores post-auschwitz, amamantadores de eléctricas alimañas bíblicas?) en el puro infierno colorado, tanto más infernal cuanto más colorinesco y sonambúlico. Sus pensamientos son transparentes para mí, y manchados de una ignominia no nombrada que clama al cielo, es aquí sin embargo extensa fantasmagoría anamorfa cuya energía ha concentrado toda la patente falta de musciliginosidad del exmundo. No hay regreso ni estela. Y en cuanto a la susodicha comprensión, ¿a quien le importa? Se los digo yo, que soy el gran rey sin corona de todos los gatos. Nos espera el exceso y una desaparición tan antológica, por los menos, como la de los cuatrocientos que se internaron para nunca jamás en el inexplicado y pardo territorio del loco Amateratsu, cuya horrible calavera debe de estar colgando aún en algún lugar secreto de la desembocadura del Amazonas.

Así habló el gato, subido sobre el montículo de rastrojo. Y luego se bajó de un salto, pues la culebra rojinegra y pardomanchada, reina absoluta del campo y sus confines, venía ya en su busca serpenteando sin sonido podredumbre arriba, en mi busca, querido Bimarcus, imagínate, nada menos que a mí que soy lo mejor que ha dado este vacante espacio sin movimiento, sin musicalidad y sin oro. Culebra traidora.
¿Mutis del gato?
Eso ni pensarlo. Ahora era cuando de verdad empezaba la fiesta.

El sol era tan intenso, que el solo reflejo de las hojas quemaba como zinc caliente. Sartre trató de mirar por sobre el parapeto de feldespato y jaspe con su ojo bueno. (Tampoco ruinas de Grecia, y el mar, absurdo Voltaire, el caluroso azul que siempre evade tún tún tún el objetivo de la cámara, qué sórdido galimatías túrgido de trágicas gallicommedias.) Su padre, lo recordó girando como la sensación intermitente del vidrio y el metal juntados (yuxtapuestos, ayuntados) para componer la lupa, le dijo mmmm sin decírselo que ese ojo (ese adminículo de vidrio astillado, mi querido y consentido Sartre de pantaloncitos cortos y chorrinchorrito de orina sobre los adoquines) no (ni-ne-no) nunca funcionaría. Y lo otro... Y lo otro, sí, ¿qué cosa era lo otro? ¿El Otro, el abominable Innominado, el Oscuro, el evadidobuscado Desconocido acaso el...? Basta ya de todo eso.

El hombre del machete, marrón intenso como el fulgor sin brillo de la medianoche (imagen recurrente, antenatal pero postdiluviana), como el abismo sin nombre que fascinó a Pascal (vítreo, vacuo, venéreo, viníleo), estaba completamente desnudo y su pene, enorme como un badajo de campana, colgaba a unos centímetros de la hierba, más real en el ojo fijo de Sartre que el volumen de Descartes y que el pelo de estopa de la bella Simone. Era una situación imposible. El sudor, la promiscuidad inverosímil. La cercanía de la hoja y la agresividad patente del músculo (el reflejo de una potencia vasta y casi inútil, en el límite entre la inanidad y la violencia). Pobre Descartes. La punta de la hierba pincharía el pene, eso era seguro, y el balano prodigioso explotaría, regando generosamente el mudo cañaveral con su inagotable humor vítreo. Nogales, altos como inidentificables monolitos, salidos del punto ciego en la esquina negra del ojo. Visiones. Los sueños opiomaniáceos del ojo. Pene-péndulo de foucault, enraizado en el centro de la tierra. Pene-plomada. La sombra creciendo en la tarde como un vértigo verde. Verdinegro. Verdín-orín de los siglos. El para siempre del renacuajo humano frente al terror causado por su propia sombra. Sombra amorfa-anamorfa en la pared sin memoria. En el espejo de un agua musciliginosa y antigua, como de estaño. Nada lo amenaza. Nada lo persigue. Oscuridad sin fin de los silos. Deeeeloooshiiiilooos hizo el eco profundo en la techumbre de caña, en el sueño de caña, hecho de sol y acero. Sería, sin duda, demasiado fácil volverse loco. Esconderse en la locura, como un niño pequeño en el regazo de la madre. Es preciso a toda costa que seamos iguales. No iguales pero sí iguales. Renuncio a mi ojo y lo aplasto en la hierba como a una cucaracha. Cuca, cucaracha. Ristra, risrás y racha. La aplasto-emplasto. Y —gato sin escalda pero sí armado de visera— dibujo en la tierra indescifrables ideogramas judíos. El pene seguía marcando el cenit, cercano como el ojo de Dios. Nadie puede escapar de eso. Mais c’est imposible! Imposible o no, c’est completement reél. Lo increíble es que no se hayan rebelado antes. Cálmate, querido. No te persigue nadie. Todo eso quedó atrás. Todo eso ahora es sólo género ultramarino, pequeña verdad sucia lavada con estabilizada aqua mittelterránea de equilibrado pehache. Tómela sin dudar un segundo, nuestra rica y mineralizada agua cafaloniense. Sabe a leche y miel.
Mirar y volver a mirar. Los músculos estriados a un centímetro del ojo. Tú estás muerto, Descartes.
Todos estamos muertos y a salvo bajo el señorío de la muerte, cómico. Muertos que hablan y muertos que cantan. Es la hora sin sueño de los niños.
Fundidos o trasfundidos. Sí: amazacotados. Mazacote, perfecta definición de la implosión con forma de higo, en forma de cigoto de carne y pelos, espumoso y ligeramente áspero. Ácido y enloquecedor. S/Zima del mundo más allá de todo credo. Carne roja del antecomienzo llena de voraces y jubilosos gusanos, bailando como muertos en el grandioso rigodón bajo la bombilla oscilante que alumbra apenas el reducido saloncito de la bodega. Nada nos pertenece y sobre todo no nos pertenece la noche. N’est-ce pas?
Es que no es posible que después de todo esto no haya ninguna otra cosa. ¿Gimió el patético?
La mano tiembla de odio de enfermedad o de júbilo.
Si el pálido Jules hubiera visto esto, no se hubiera atrevido a escribir Voyage au centre de la terre. ¿No lo cree usted así, mi estimado y erudito profesor Thorndyke?
Ahí está. (Quiso decir el arc, el arc-en-ciél, pero no lo dijo. Comprendió que hubiera sido insuficiente. Mais absolutement. Y yo lo corroboro.)
Llegados, pues, al mismo límite o borde, no podíamos dudar de hacia dónde tendríamos resueltamente que avanzar para alcanzar nuestra meta. Veníamos de allí, cruzando las estepas hirsutas y derribando las pintorescas casas de piedra, de espesados muros. Los pensamientos volaban enloquecidamente como murciélagos bajo la cúpula cerrada de un invernadero, y el manso sol de crayola brillaba como una bola de fuego sobre las flores de papel, diciéndonos que nada podía terminar, sino más bien era ahora que todo recomenzaba, al compás del imponente Meccanum cúbico que se balanceaba delante de nosotros como una firme plomada o péndulo.
Volvimos las oscuras cabezas hacia el interminable monumento y dijimos sí, con las manos tomadas y formando un formidable muro, digno de las páginas más escogidas de ese libro rojodorado que el anciano Ek-Altair no suelta ni para entrar en el baño.
Pero ellos (no nosotros) se fueron riendo, cantando y cuchicheando por entre el cañaveral como alegres compañones, seguidos muy de cerca por la sombra innúmera y horrible que también reía y se regocijaba, con sordo paso de gigantoma y sintáctica carcajada de agua negra.
Sartre, Simone de Beauvoir, y un gato llamado Adam Smith.
(de "Una muerte saludable")

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