El escritor y la mujerzuela (fragmento)

—Es el equilibrio del mundo, mi querido Osaín —respondió Gracielle—, como diría tu inmencionado maestro, el oscuro Krishna. Es el compendio de la historia natural que incluye la tristeza, la melancolía y el hastío. Es el catálogo de biombos que ilustra el cuarto que antecede a la meditación. Allí donde el discípulo debe entregarse por última vez al sentimiento del mundo, y despedirse del amigo del que no se despidió hace años a causa de un imperdonable descuido. Es el pathos mismo de la existencia (dasein) lo que está en juego en esa despedida. Quién sabe cuántas veces no habremos vuelto a esa celda, impelidos por el (pre)sentimiento de que algo nos faltaba por aclarar, y cada nueva vez ha ido sumando imágenes de nosotros mismos que, bien lo sabemos, no alcanzan a constituir una única (una sola). Volveremos, pues, a encontrarnos otras veces, otras noches y albas que el mundo, que cede a nuestra mirada su informe cantidad de nostalgia, de resentimiento y angustia, ignorará. Pero así debe ser, mi querido Osaín. ¿No era eso, en definitiva, lo que susurrabas en el banco del parque, encogido como un gran mono que ha abandonado la manada? ¿No era eso lo que farfullabas cuando yo te besé en los labios de moribundo (de indefinible clochard) bajo la sombra cómplice de los laureles?—. Gracielle había pasado un brazo por encima de los hombros de Osaín y le masajeaba el mentón y la mejilla con un movimiento continuo, rítmico y obsesivo, mientras su voz se iba volviendo cada vez más apagada. —Sí —continuó, en su delirio sencillo de muchacha—. Y el tamarindo y el olmo sonrieron, y la lluvia cayó entonces como la carcajada confusa del atardecer, mientras los muros volvían a fusionarse con las hojas para formar la ruinas entre las que tú y yo nos pasearíamos una y otra vez como oscuros hijos del cosmos heridos por la fatiga del sol (indeclinables adoradores del alba, sin esperanza ya, sin pensamiento, sin futuro).
—No lo sé, no lo sé —jadeó Osaín, con el pelo empapado y revuelto, pero perfectamente lúcido—. Tus palabras me llenan de dudas, Gracielle (sobre ti, sobre mí, sobre este relato, sobre el mundo). De grandes e irreconciliables dudas. Eres, ahora lo comprendo, la Incertidumbre misma. (Precisamente, como dasein). Eres el loco mundo abierto: su temor y su temblor. Eres la pregunta infinita, el infinito dubitando que erra en lo celeste, privado de recuerdo, de retorno. Vienes a darme una noticia que, buena o mala, siempre me desasosegará, porque en el fondo es siempre la misma noticia áfona, la misma hipóstasis ahusada. Eres insegura, porque el mundo es inseguro. Pasas de la ternura a la violencia con una inmediatez que anula toda reflexión, toda necesidad de un cogito. Eres la duda, sí, pero no como pensamiento, sino como lo que pone en duda todo pensamiento. Pero lo comprendo, lo comprendo. ¿Qué sentido tendrían aquí las mediaciones? Fue para huir de ti por lo que fui a sentarme en ese banco.
—Te equivocas, infinito Osaín. ¿Por qué no puedes comprender de un modo sencillo lo que esto, todo esto (Gracielle hizo un gesto paradójico, tratando de mostrar lo evidente) significa? Tienes delante de ti el cuerpo vivo; el pozo en el que podrías hurgar con tus diez dedos aguzados por la escritura. Todo el incontable número de historias que podrías referir y distribuir como con un ábaco. La cifra secreta que guarda, en su mudo símbolo compuesto por un gigantomáquico hieroglifo, el espejo que nos libraría para siempre del aprisionamiento que es el mundo. ¿Qué más podrías desear? ¿A qué esperas? Todo está aquí, mi querido Osaín, en este cuarto final cuyo espacio se ha reducido tanto que se ha vuelto infinito. Yo soy el espejo que necesitas, ignorantísimo Osaín. El espejo que quiebras en tu desesperación y del que nace (hojas que vuelven silenciosamente a las ramas del árbol) un prisma en el que el mundo reaparece metamorfoseado en colores puros. Mírame, Osaín: yo soy el Espejo.
Gracielle había extraído de alguna parte un paraguas y se había sentado a horcajadas sobre él, sin que Osaín tuviera tiempo de impedírselo. Había colocado el mango recto como un estoque entre sus muslos abiertos, y la umbrela invertida era como un cielo invertido, un cono de terciopelo negro. Gracielle descendió sobre el paraguas y bebió con su sexo la palabra del dios, cuya lengua culebreó dentro de su cuerpo como una serpiente gorda. Gracielle fulguró en lo alto del paraguas como una lámpara incandescente, y su cabeza se convirtió en un penacho de cirio expuesto a la violencia del simún. Su garganta era un puente de cuerdas tensado sobre un río. El sudor, como ese mismo río, manaba en dos afluentes paralelos sobre sus senos hinchados y se remansaba un instante en el hoyo profundo del ombligo, para saltar enseguida en una cascada que descendía rápidamente por el vientre cortado a pico, pues el cuerpo de Gracielle era sacudido por bruscas contracciones, y sus torso se inclinaba a veces violentamente hacia delante (cuerpo metamorfoseado en arco, en arché), y sus piernas, como las pinzas de un cangrejo, se escuadraban con los muslos tensos (pero era una escuadra irregular, anamórfica), y los pies contraídos como poderosas cuñas se hundían penosamente en el suelo, que era ya la arena, el lacerante pedregullo. Gracielle sufría, y ese sufrimiento la llenaba de un goce intenso. Sumida (sumergida), trasudaba. Osaín la miraba con la boca abierta, absorto e indefenso, como un idiota. Y sin embargo, sentía que el de Gracielle era un goce (un gozo) profundo (inexplicable por indecible, por incomparable), una delicia eléctrica que le tiraba de los senos por las puntas, y le hundía los ojos y se los viraba en un blanco de relámpago, y le desencajaba la barbilla como se quita la tapa a un frasco que ha estado cerrado mucho tiempo. Un largo hilo de baba goteaba de allí como la quintaesencia misma de lo placentero, de lo infinito, de lo imposible. Gracielle se había quedado sorda como un árbol de caucho. Se había tragado un escorpión y ahora la cabeza del escorpión gritaba y se revolvía dentro de su sexo, enloqueciéndola. El abdomen de Gracielle era un disco alucinado por la velocidad inconcebible de sus propias giraciones. Dentro del cuarto, abierto de par en par por un invisible terremoto, coincidían sin confundirse la lluvia de lava y el polvo seco, la oscuridad de ébano y el cuarzo transparente, la escarpa de siena y la nieve sorda. La lengua de Gracielle saltó de su boca distendida como una liga infantil y emitió una serie de sonidos insoportables, que eran como el grito terrorífico del búho africano, como la sentencia muda que dicta la sombra del Gato en la hora de la caza. Un sonido de flauta enajenada, un único sonido que Osaín oía y no oía, creía y no creía (porque cuando creía haberlo oído ya había regresado silenciosamente a la liga y a la flauta), se escuchó:





Osaín no lo oía, pero el grito se le había metido en el cuerpo y lo había derribado sobre el piso blando. ¿Por qué no se hundía? —se preguntó, aturdido, mientras se revolcaba entre voces contradictorias (inaudibles, inauditas). ¿Por qué no estoy muerto? —volvió a preguntarse, antes de ser derribado nuevamente por una sacudida. Era el grito, desde luego. El grito sin límite, sin sonido. Era Gracielle que había entrado en su cuerpo como una serpiente subterránea y lo había derribado. Gracielle y Osaín se había fusionado en el eléctrico campo del Claroscuro para formar el cuerpo de la Bestia —autoprofería la Bestia. Y la Bestia, librada a sí misma entre borborigmos geométricos, hozaba, cantaba, gemía e ingurgitaba (ululamía y pedudorreaba). Su vómito múltiple (vómito de anoboca, de infartado ojo huérfano) llenaba los costados del mundo como el brochazo incomparable de Hokusai. La Bestia derramaba simultáneamente lágrimas de sufrimiento y perdón, de placer y delirio, de odio y reconciliación. La Bestia reía como un nabí descalzo sobre el corazón del mundo, sorbiéndose a sí misma, flagelándose, penetrándose, autoeyaculándose. Se golpeaba a sí misma con sus grandes puños opacos, y se abría a sí misma las entrañas con una espada de cuádruple filo (la Quadrafilia). El discurso insonoro se alzaba como una columna de agua sobre su grito, y un templo de palabras mudas giraba dentro del antro sideral, transculminando el códice instantáneo de la profecía. De pronto, se hizo un silencio absoluto —todo calló arriba y abajo, toda lucha cesó, y el cielo brilló de pronto, como si hubiera concluido bruscamente un aguacero—, y una luz iluminó al pequeño Osaín, que se iba doblando como un arco, y alcanzó también a Gracielle, que estaba sentada con las piernas cruzadas en una esquina de la cama.


(1991)

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