Diario

Primero de diciembre.





Calor insoportable.

A marchas forzadas, llegamos a una población desierta.(¿No es esto un verdadero contrasentido: una población desierta? Quizá sería mejor escribir: «poblado». O: «despoblado». ¡Pero es que en realidad se trata de una población desierta!)

Nos desparramamos, por así decirlo, en un radio de unas 160 yardas. (Imposible contar por metros, aquí, con este calor infernal y donde todo grita la vida que falta, que debió estar aquí hasta el momento mismo [antes] de que nosotros llegáramos. ¿Humo?)

Unas chozas diseminadas aquí y allá, de forma cónica (pero no como las de los sioux de los dibujos animados). Es difícil explicarlo. El sueño de Wittgenstein. (De Bernhard, me rectifica alguien, al pasar por mi lado.) No sé, digo para mí mismo, distraído. No sé dónde está el manual etnológico de imitación de cuero negro con esquineras de oro (doradas).

¿Girlandhaio?

Por lo demás, ¿quiénes somos nosotros?

...........................................






...........................................


Nada más que lenguaje. O mejor dicho: signos. Meras (y mudas) señales. Cierro los ojos y el calor, en lugar de disminuir, aumenta.

Abro los ojos.

El calor aumenta.

Parece que ya no puede hacer más calor, pero sigue aumentando.

Es realmente insoportable.

Pausa.

En el desierto, todo nos mira, y no vemos a nadie.

¿Un esqueleto? Lo que hay son unos hoyos incomprensibles, claramente dispuestos por una mano ¿humana?

César irrisorio en una absurda Arabia pre-geométrica, con lentos carromatos invisibles en donde viajan los cadáveres de las legiones, como en los preparativos de una fiesta que todavía (equis miles de años después) no ha comenzado.

Le cadavre.

Le digo a S. (quiero imaginar que se trata de una mujer: silvia, sonia, samantha) que no es hora de eso.

No: verdaderamente no es hora de eso.

Sé que ni siquiera la noche nos traerá algún alivio.

Descubrimiento (¿encuentro?) del pozo cegado. (¿Ciego?)

Demasiado cansados para cualquier cosa. Un aullido, a lo lejos, largo y al mismo tiempo repentino, en medio de un silencio aterrador (¿y por qué aterrador?), como un arco-iris rumoroso por sobre la sombra oblongada (y recuerdo ahora la frase: «médula oblongada») de dos lomas (¿dos montañas?) gemelas.

Mañana, mañana, mañana.








Enero (luna llena)





Sin provisiones.

Para colmo, casos de canibalismo. (Cuando se está aburrido, se recurre a todo, hasta a lo imposible.)

¿Cómo sujetar la mente?

Todo está ahí. El desierto.

Ligeros de ropa, nos adaptamos a la «situación dada».

Si volvimos, pues (este «nosotros», esta resignificación viciosa. Pero el «yo» tampoco resuelve nada. ¿Insoluble?), si volvimos fue porque decidimos no pedir ayuda en ningún caso.

Estas dos cosas parecen estar unidas (vinculadas) de un modo que no es posible aclarar ahora y que tal vez no haga falta aclarar de ningún modo, siendo lo Dado mismo. Pero siempre es posible. (¿Cómo?) (¿Cómo?)  (¿Cómo?)

Sigue mi mente.

................................................





................................................

Entonces: ocupamos las chozas vacías. (Pero: ¿cómo es posible ocupar lo que está lleno; el lugar donde no hay espacio, donde sólo hay espacio y espacio, espacio más espacio, espacio con espacio? Espacio lleno. Espacio lleno de espacio. Espacio vacío (desbordado). Espacio más allá del espacio. Espacio.)

Así, pues, ocupamos las chozas vacías.

Una para cada uno: es curioso.

¿Curioso?

Alguien me habla al oído. Debe ser efecto del viento.

Arena en todas partes (también en los oídos). Pero esto ya se sabía.



Eureka!

Banquete espectacular en los alrededores del pozo cegado (el báratro), que es algo así como nuestra ágora.

¿Indigenización progresiva?

¿Retrocedemos o avanzamos?

Ni lo uno ni lo otro.

Cómicos robinsones desnudos danzando al claro de luna.

Todo tipo de uniones, de intercambios.

Pero no debemos ser exhaustivos. En ningún caso hay que agotarse de esa forma. Dioses, sí. Pero no todopoderosos. (Por lo demás, ¿qué puede significar el poder para nosotros?)

Hermosa, amarga tierra.

Una raza nueva: ni los primeros ni los últimos.

Gaudeamus!

El nombre de ese muñeco famoso resuena aquí como un remedo magnífico de la primera mañana del mundo. (Mais, en el principio era la parábola: el proton pseudos.)

Gaudeamus!

.............................................





.............................................

Levanto un párpado y miro el extraño objeto con un solo ojo redondo, terriblemente fijo.

No es posible, digo.

Miro el nombre del autor y la hermosa portada que tan adecuada me parecía.

Es posible, digo.

Es demasiado extraordinario y demasiado banal al mismo tiempo. (Porque está aquí, es banal. Porque no puede estar aquí, es extraordinario.) Esa «doble banda» es el desierto. El lugar donde todo se pierde; donde cualquier cosa aparece. Esto, por ejemplo.)

Es posible, digo.

Cierro mi ojo redondo.

L'oeil ronde.

La noche y el pozo son una misma cosa doble.








Enero? (hacia el final, quizá)




Lo que desaparece, pues, es el tiempo.

Sus paredes, por así decirlo, se derrumban unas sobre otras, buscando un centro (el lugar donde se consumaría la forma).

Pero allí no hay nada.

Aquí tampoco.

Un viajero, tal vez. Una voz, una huella que indique a dónde han ido todos.

Nada. Nadie.

¿Y si estuviéramos en julio?

¿Dónde están las estaciones?

Los senos de… (llamémosla «Julia», por eufonía): indescriptibles en el calor, flotando como dos copas de ajenjo en lo incesante. Cerrada (absolutamente cerrada), nunca ha estado (Julia) tan abierta.

¿Cómo ha empezado todo esto?

Ah, sí: entre una roca y una duda.

Sol amarillo de los dibujos infantiles.

La imaginación como un mar en azul gris de acero en franjas onduladas.

Terso, sin olas. Una ondulación infinita.

Julia. Subdividida o multiplicada.

El sol, el calor, la vida.

¿Fue por (para) eso que volvimos?

En parte, sí.

Era un olor, unos colores fluidos, vacilantes. O era el humo de acero del otoño. El humo azul metálico y el contorno penetrante de la primavera.

Era…

Sí: era.

Pero: ¿qué era?

Nada. Todo era nada.

Pero volvimos.

Perdidos.

«Bebe esto».

«¿El qué?»

«No importa. Bebe.»

Y bebí. Bebimos.

Prohibido expulsarlo.

Nadie sabe cómo, ha aparecido una cuchilla. Antes de que otra cosa suceda, depilación absoluta.

Parodia de la adolescencia.

¿Preferible?

Si el benjamín no llora, es porque es imposible llorar. Si tuviéramos la capacidad de llorar, también beberíamos eso.

Hay algo así como un deterioro que crece. En todo. En nosotros.

Imperceptible.

Como si (pero esto debe ser una ilusión más, una jugarreta sonriente del desierto) el sol fuera un poco más pálido cada día.

Sé que tengo el poder despertar. Pero algo (¿yo mismo?) me impide hacerlo.

Quizá deberíamos esperar nuevas metamorfosis.

Como en el caso del sexo de “Agnus”, que se ha vuelto imposible para el propio “Agnus”. No sexo: este es un error que no debemos repetir. Seguramente podemos hacerlo mejor (y no en miles de años). Pero tampoco como el “mal de Hongkong” (suponiendo que esa cosa improbable exista). Sin embargo, sí como él: modificado. ¿La diferencia está en quiénes somos? Pero: ¿quiénes somos?

Quizá este no sea el estado definitivo.

Debemos, como digo, esperar nuevas metamorfosis.

Dios se está volviendo demasiado sencillo.









Primavera, pues.





Las estaciones existen.

No donde se las espera, sin embargo.

Seres y cosas dispersos. Ni confundidos ni separados. El esencial trastocamiento de todo lo existente.

¿Qué podría parecerse a eso? ¿La guerra?

Una guerra sin estruendo. Ya siempre pasada. Infinitamente sucedida. Lo infinitesimal de este paso infinito.

Dioses abandonados.

.........................................





.........................................

Creo que es hora de hablar del ars defectoria de… llamémosle Ishmaíl. (Máscaras, únicamente máscaras. Eso es todo lo que queda, lo que existe. El signo.) (Cómo puedo escribir. Cómo me atrevo.) Me atrevo. Escribo. (La marca. El trazo.)

Trazo.

Ishmaíl.

Hace, primero, unas cuclillas.

¿Lo observamos? ¿Tenemos ese privilegio?

Pero como sin mirada. O la imposibilidad de no poder vernos, mirándonos. Todo desaparece. Todo aparece. (Todo, por otra parte, está porque ya ha desaparecido. Lo que vemos es esta desaparición infinita, infinitamente repetida.)

El viento.

Ishmaíl.

Hace, primero, unas cuclillas.

Esto pone en juego una serie de músculos, que favorecen la operación. (La evacuación. Pero esto es lo visible. Lo que, realizándose hasta el final, es siempre exterior a aquello que no puede verse: el placer. Lo que se ve, en efecto, pero como invisible. Invertido por completo en lo visible. Lo que hace que la más absoluta claridad sea una oscuridad centelleante. Lo que se ve es el placer, pero como el sufrimiento como la dedicación a la tarea. Pero no como el atareamiento: como la dedicación, la devoción, la entrega. Tú eres ese mismo acto infinito. Tú, Ishmaíl.)

Desnudo. Por lo que, en cierto modo, sólo se ven los músculos. La carne articulada. La desnudez es lo que se ve. Lo Desnudo. El sudor inseparable de lo elástico y lo tenso. De lo in-tenso. Que no puede separarse del momento. El momento es intenso. Tensión sostenida, prolongada, subdividida, multiplicada. Los músculos del vientre (de las regiones abdominal y peritoneal) concentran toda la tensión como en un focus (o centrum) franjado de luz en que toda carne adquiere su máxima sensualidad, su color más intenso, su forma más jugosa. La intensidad es la atmósfera misma de lo que sucede: el acontecimiento.

En la última cuclilla, se detiene.

(Las cuclillas se han realizado con un apoyo. Preferentemente, una columna o un poste, a cuyo largo corren las manos. Fecundo en sugerencias de todo tipo [de Freud a Derrida, pasando por Levi-Strauss y Madame Blavatsky], ese movimiento preparatorio se (le) ha hecho imprescindible, ya que lo pone en condiciones de realizar lo que viene a continuación [es decir: el iactus defecatorium mismo].)

En la última cuclilla, se detiene.

Comienza el esfuerzo.

Los gestos de Ishmaíl son, por así decirlo, clásicos. El rostro contraído en una especie de sonrisa incomprensible (infinita). Evidentemente, es el sol mismo el que forma un tumulto en su cara y la arrebata. Rostro tumultuoso de sol, ensanchado por una sonrisa (una curva aleatoria sin fin) en que no hay ni placer ni dolor. O más bien donde sólo hay dolor como placer. Donde lo que hay es que Ishmaíl está entregado por completo a ese acto que lo pone íntegramente en juego, desde la coronilla pelada hasta las plantas desnudas de los pies. (Aquí hace falta decir algo muy importante. Capital, sin ninguna duda. Es el estreñimiento de Ishmaíl lo que constituye la base de ese acto. Si Ishmaíl es un profeta, lo es sin duda alguna de sí mismo. Sin duda, cuando está así, acuclillado como un mono, Ishmaíl está lleno de futuro [es decir: de olvido]. Olvidado de todo, todo es recuerdo en su organismo contraído por el esfuerzo, pero al mismo tiempo como vuelto hacia afuera, convertido todo él en un solo órgano que quiere hablar y quizá cantar y que sin duda no hará ninguna de estas cosas en vano. El estreñimiento, pues, es el núcleo duro [el grund o fundamentum] de ese acto.)

En cuclillas, como un mono, Ishmaíl puja mientras su sonrisa se expande cada vez más, hasta abarcar toda su figura cómico-seria como un mudo espasmo que abraza todo el deseo de una sola vez, en un solo instante y de una vez por todas, pero sin fin. El mundo, por un instante, es lo que no podía ser. Lo que nunca fue. Instante tras instante, anillo por anillo, la difícil ecuación infinitesimal comienza a resolverse. Apremiantes y terroríficos dioses, viejos y múltiples, se confunden con un orgía y zarabanda que pisotea con locos tambores voluptuosos el fondo negro y palpitante del corazón del joven dios. La sangre turbulenta hincha las venas y los pliegues. La carne intacta se dilata como una lenta y prodigiosa sonrisa bermellón. Los labios se desbordan hacia afuera. (Los labios de todo, como si el universo entero consistiera sólo en labios que se desbordan hacia afuera: labios en que la obscenidad —el ocultarse del entregarse, el dar sin límites— no es obscenidad sino naturaleza, y donde la locura —el desbordarse de lo que es más interior— es ya sólo lo propio, lo querido igual a lo preciso, a lo que es.) Labios en todas partes. Un solo labio de carne enrojecida y jugosa. Instante tras instante, anillo por anillo. Es el momentum perdido de los estoicos y el eo ipso recobrado en la lucha japonesa del sumo (donde no por gusto combaten unos gordos inmensos, unos obesos sin parangón que lo desbordan todo —todo escenario). Anillo por anillo, instante tras instante. Es, sin duda, como para morirse. En un momento dado (en un dado no instante), Ishmaíl (¿y por qué no Ishamil?) cae completamente desmadejado, como si su caída (que no hemos podido ver, que nadie que tuviera ojos hubiera podido ver —tan gradual, tan instantánea ha sido) no tuviera nada que ver con todo lo anterior (que, por otra parte, parece no haber sucedido nunca). Sosiego, relajación, calma (hecha de movimiento puro) del desierto. Semejanza, como una oscilación de sol en el agua ondulante, del sueño que es la muerte y de la muerte que es el sueño. Un largo chorro de orina se esparce allí donde, desmadejado, Ishmaíl calla, y lo dice todo. (Porque no dice nada y es como la conclusión de todo: lo Inconcluso.) Al esparcirse y hundirse la orina (transparente, como el rocío; caliente, como un beso de amante), la arena se vuelve negra. Extrañado (limpio, nuevo, como venido de otra parte), Ishmaíl se levanta. Alza la cabeza hermosa, completamente rapada, y el aire poderoso del desierto ensancha sus pulmones. Todo es nuevo, todo quiere persistir en el ser durante un tiempo infinito (a lo largo de un tiempo sin tiempo). Ishmaíl (el recién venido) mira hacia atrás, pensativo en su no pensar, joven y hermoso como un ciervo joven, todavía no perseguido, que no ha vuelto a su edad, que no recuerda por qué volvió aquí y que quiso (como nosotros) volver aquí, al espacio (al errør sin límites) del desierto.

Eso es todo, dice su rostro sin mirada y sin sonrisa.

Ishmaíl se va, con lento paso invisible.

Como todos nosotros.


El sol brilla con una luz nueva (con una decisión nueva).

Todo se levanta y se quema.

Todo brota con un solo golpe y desaparece.

¿El sol nos odia?

.............................................








Entre el otoño y el invierno





Nos adentramos en un territorio hostil.

Todo nos amenaza.

Todo. Es decir: lo Imposible. Es decir: la Posibilidad Infinita.

Nuestras costumbres han tenido que transformarse. Las más, han debido desaparecer. Hemos conservado una o dos que forman, por así decirlo, el cogollito de nuestra personalidad, el hilo de Ariadna. (Lo ulterior, lo que, tal vez, nos hará nuevamente volver, se aleja cada vez más de nosotros mientras nos acercamos a no sabemos qué. No es que nos quejemos de esto. No es de esto de lo que nos quejamos.)

Pero, sin duda, se trata de un intimus pegajoso y grosero. Un vacío que se cierra cada vez, y al cual resulta más bien cómico resistirse. (Es por eso que no nos resistimos. Nuestras sonrisas no nos dejan.) ¿Cómo (para qué) luchar contra lo in-forme? No: no fue para eso que volvimos.

¿Somos (seríamos) nosotros los hostiles?

Y, en realidad, ¿volvimos?

Yo mismo puedo reírme de todo esto, con una risa discreta. (No como Avidya, que ríe a carcajadas, o Vulturius, que sólo interrumpe su risa para saltar, como si sus saltos fueran una fase más perfeccionada de su risa.)

En efecto: reímos. ¿Qué otra cosa podríamos hacer?

Sin embargo, nuestra risa se vuelve por momentos muy oscura. En ciertos momentos (momentos que se van multiplicando, como todo ese barroquismo abstracto de las dunas), es ya la risa negra de lo insoportable y de lo incomprensible. (Pero no para nosotros. ¿Cómo decirlo, con la mentira dichosa que es el lenguaje, única luz en medio de lo sin nombre, de la Forma? Allí están: lo Insoportable y lo Incomprensible.)

De noche, dándonos calor con el fuego ultimísimo de nuestros corazones, tomando nuestra bebida sin duda espirituosa, entonando nuestras tradicionales canciones, viendo la cúpula inmensa del cielo estrellado, soñamos con algo que no podemos recordar (un lugar, tal vez, sí; pero ¿dónde?), y ya sabemos que nos internamos sin fin en este espacio de luces y sombras y que ya no podremos volver a salir (sino sólo volver). Esa seguridad nos reconforta.

En cierto modo, nada nos importa ya.

Cada vez más frecuentemente, alguno de nosotros se aparta, se retira en lo abierto (es decir que se deja ver por completo y por eso se vuelve completamente invisible). Regresa luego de allí con noticias que hay que pensar y repensar entre todos (como aquello mismo ya pensado infinitamente que, sin embargo, hay que pensar cada vez como si fuera la primera vez y luego seguir nuevamente hasta el fin, y así hasta lo infinito, infinitesimalmente).

Desnudos de todo recubrimiento, de toda carne y de todo deseo, de todo pensamiento y de todo pensamiento del pensamiento, avanzamos en lo vacío que está poblado sin embargo de todo lo que ya no conocemos, por conocerlo demasiado.

El desierto.

Concentrados en una imagen persistente que vibra dentro de nosotros como aquello mismo sin semejanza en lo que nos hemos convertido, no hacemos ya preguntas.

Nadie nos sigue. No seguimos a nadie.

Avanzamos. Avanzamos.



(Nota: aunque ha aparecido antes de forma independiente, este texto es el capítulo 22 de la novela Nouvel Observatoire)

Creative Commons License
A menos que se indique expresamente, todo el contenido de este blog (incluyendo textos, dibujos, fotografías, archivos de audio, y cualesquiera otras creaciones originales), está protegido bajo una licencia de Creative Commons Attribution-Noncommercial-No Derivative Works 3.0 License.