La noche del cisne

La máquina, que hace el oleaje eterno del mar así como la suspensión del cielo (oleaje y suspensión cuya perennidad es puesta en duda por la risa silenciosa del émbolo), había decidido que la fusión del día y de la noche no tuviera aquí el frágil contorno, ambiguo pero conocido, del crepúsculo, sino la dureza del suelo despojado de sus agonizantes habitantes (los rombos oscuros que se sucedían en el agotador acarreo, las grupas ondulantes que dibujaban montañas en la geometría despiadada del horizonte, níveo), cubierto de sorda arena roja, de infinitos cristales en los que el tedio de pensar se reflejaba y se perdía. No era que el émbolo girara como una discreta puerta circular sobre su borne, sino que la falla del tosco subsuelo melancólico esta vez empujaba, con olores y rostros y sonidos, con todo su poder pretérito al argénteo culpable hacia la sala de juego subdividida en sus verdes deslumbrados. El ente cansado adivinaba el cuidado para el cual existía (hoy existía) al patético escenario vuelto a colocar en aquella extensión siempre desértica, la valla reciente que señalaba una dirección, que movía una mano leve en la emblemática oscuridad como un infantil ojo. Quisiera haberlo ya terminado, oyóse pronunciar a la voz extemporánea que saliendo de un vientre iba a culminar, exultando, distrayendo, en el cansancio innumerable de las células condenadas a esperar, retenidas por una orden en el sabido universo por el que se vagaba sin fin dentro de la piel metamórfica del ente. Y al mismo tiempo, sin desviarse, sin retrasar ni apresurar la marcha, quería incluir esa tensión (un síntoma de vida, un guiño desvaído en el follaje, acaso algo) y rechazarla, obtener al mismo tiempo el párpado ígneo de la perennidad y la nebulosa heráldica del olvido, sollozar (oh sollozar) en el mismo instante de vertiginoso esplendor en que las palabras sobresaltadas empezaban a retroceder bajo el impulso de su propia ofensiva, y un atisbo de conciencia hacía palidecer el animoso latido inicial y lo convertía otra vez en el hueco suspiro solitario arrojado al abismo poderoso de la intercambiabilidad. Odiaba pensar en el límite (él, que no conocía otra cosa, y ya iba descendiendo) como en la mil veces repetida limitación (y caía la nota melancólica, el gorjeo del pájaro sagrado, seguida de un estornudo espectral, de un matemático murmullo), porque con la idea retrocedía rápidamente el brillo precario de la ensoñación y la respiración se hacía doblemente penosa: el futuro caía como por primera vez sobre sus hombros imaginarios, ahora se dilataba a sí mismo como una flor imposible dentro de una reviviscencia elástica, ya estaba frente a la puerta ausente que un viento desolador batía, muda presencia de la antigua fatalidad en el dilatadísimo espacio ahora casi desierto, manierismo tenaz de las cosas despojadas de su esencia (o sólo subsistentes en su esencia), contorno desesperado y por ello mismo indiferente, ininminente, en la pálida contraseña reminiscente y solar la boca del invitado se abrió para no emitir los sonidos.

—Otra vez, otra vez —dijo el Autocrator abriendo y cerrando la mano desde su alta figura, a un tiempo simétrica y desmadejada, y haciendo un giro de ciento ochenta grados lo hizo pasar bajo el arco a la densa sala (¿hexágonos? ¿húmedos romboides?) donde el último sol herido daba la bendición de sus rayos moribundos, recogidos, vueltos a distribuir en el grial mecánico de los intervalos, como en una fantasía grotesca en que los muñecos disfrazados fueran la única humanidad, la única huella, la única rúbrica. Descendit et percipit. Como no se había hablado, como las voces eran el viento y el viento era la ondulación del mar confundido con la tierra (océano, dixit), no se volvió a hablar inclinado sobre el pozo de la medianoche, de la oscura copa de estrellas en que el diálogo adquiría los tintes ya desconocidos de la predicción y del sacrificio, sino que se asistía, con silencio, con denegadora imparcialidad (esto era él, esto era el ente) a la asumpción de las figuras enjalbegadas por el tiempo, de los nuevos rostros y las nuevas manos que siempre (oh siempre) recordarían otros rostros y otras manos, al lento-rápido aparecer desde la calvicie de la vieja sonrisa apaciguadora del loco, del suave y dulce y lastimosamente loco que deambulaba por la sala vacía desde hacía un número secreto (dixit innumerable) de años. Nueva tautología, el dolor de la prisa era el dolor de la creación exultada por aquella “causa” que la irrealidad omniabarcante de su presencia debía hacer desaparecer, descendimiento que no dejaba atrás el caos, sino que lo instauraba para que aquella “causa” pudiera ocultarse mejor en el gesto inconcebiblemente soberbio de procrear (seís días, un número innumerable de años). Así podía ver (ya él podía ver) la familiariedad despojada de pretextos y como en el primer día, el infinitamente ingenioso trabajo de la máquina y su resultado flamante, tranquilizador. Nuevo cansancio para viejos asombros, mudo cansancio exterior que le impedía caer ¿definitivamente? en una afirmación gozosa y peciolada, detenerse de pronto en una hoja y comprender al sol con cada una de sus flexibles y fatales fibras verdes. El ente, dixit. No. No es esto no es esto no es esto. No es nada.

Y ya que podía ver (recluido en el ojo como en un don momentáneo) nada le impedía ya (con impaciente trapaleo de los pies, con donosura parpadeante) ver la arruga verde limón del viejo proceloso y la sencilla columna desnuda que predividía el radio en el que moraba todo pensamiento y el gordo dedo blanco moviéndose como si buscara una zapatilla u otro dedo gordo y blanco para consumar su tautológica unión imposible. Exit, dijo el ente una vez más oyendo el gorjeo crujido de las bocas antiguas con ansiedades nuevas, y pensó (ya que ahora podía pensar, dispensiosa, articuladamente) cuánto mejor habría sido incluir todas las elecciones de aquel instante secreto y no unas pocas que se repetían a lo largo de los años, a través de carriles que se subdividían a su vez en otros carriles, más largos o más cortos, más estrechos o más anchos, hasta formar la maraña de rieles que vagaba en el infinito como el Leteo con su Argos abandonada. Ah, ah, se dijo, gozoso en su caparazón, falsamente sorprendido de esta emoción histórica, mientras allá abajo, a sus pies, el dedo gordo y blanco encontraba el reposo de un rombo y poderosas figuras (insaciables en su nacimiento reciente y manierista) evocaban el paso de los siglos con centelleos, con sonido de jugos y de gomas, con el calor de la indiferencia y el no nombrado verbo por cuya causa la flor ya no iba nunca a ser revocada, ya no ascendería como un pájaro sin color hasta donde desaparece toda nostalgia, hasta donde desentona toda melancolía. Encuentros, bellos encuentros del alcohol y de la estopa bajo el perfume de las glicinas. El dolor del monstruo que huye porque no encuentra su justicia, su exacto vagar en la inacabable errancia o una aceptable dispersión que lo reincorpore a algún seno antidogmático, sueño del monstruo aletargado por la inasibilidad del pensamiento, otra vez detenido por el propio distenderse soberbio de la imaginación, por la propia indestructibilidad matemática del poema. Su localización en el tiempo, su propia e insustituible localización en el tiempo. (Soli-loquio. Solus-locus. Locus-Solus.)

Y empujado más bien hacia atrás que hacia los lados por la trepidación insensata de sus células (alguna dislocación, algún detalle que nunca sería nombrado), el dolor supremo del Autocrator que podía mirar en todas direcciones y lo que veía era la nada, el multicelular blanco del ojo (optus multiplex), el movimiento oceánico que lo empujaba hacia ¿dónde? como un párpado vuelto hacia arriba, convertido en nuevo enlace entre nuevas células, escurridizo subterfugio estructural de la tentación más antigua. Esto empezaba ya a dar miedo, de modo que la mano imaginaria cubría el antifaz con un relámpago bondadoso, y la pregunta infantil era devuelta en forma de hábil proposición a la que el ente, ondulando en la sonrisa, denegaba.

Desmenuzar la prisa (si la desmenuzaba), incorporar el cansancio y la reflexión sobre el cansancio, y esto, y esto, y esto, de modo que la escritura (que sólo entreveía, mitad vestigio, mitad aluvión, asombrosa iridiscencia) se uniera de pronto con la realidad en un solo golpe ondulante (nueva sonrisa), pero sin el angustioso titubeo de M. para quien el método mismo había sido extraviarse (¿sin querer? ¿sin saber?) en un dédalo de violentas derivaciones, ya que la predicción debía ser absorbida (¿cómo? ¿dónde?) por la urdimbre de inimaginable movimiento en que cada gesto inscribía su nombre, su consecuencia y su exactitud con nuda resonancia, y el multígono ordenado dejaba sin culpa oscurecerse y disiparse esa pesadilla de colores vivos que ahora (por un pequeñísimo detalle, por cierta sombra detenida en la indiferencia del sentido) le era imposible abandonar.

La impavidez era aquella máscara en que habían culminado (en que culminarían) gustosamente todos los momentos (incluido aquel en que su ausencia denegaba, tropezando con las paredes verbales, con la murmurante multitud), y ya no sabía si era en el sueño donde Allemande le había dicho que Gustav era un pensador (¿Gustav? ¿quién era, quién había sido Gustav?), un doble reflexivo y neutro cuya gran cabeza dorada iluminaba con un centelleo alternativo el oscuro invierno de la biblioteca, y cuyo volumen inexplicable crecía con la huída de la voz, con el angustioso retraso del músculo en la marea retórica que subía entre sonidos como una marcha, rodeando a la isla amarilla donde todo decía adiós y nada acababa de partir, donde el iris acababa de despegarse del tintineo azul-pálido de los cartones reunidos en los tentáculos de gelatina, invitación muda que el ente denegaba sumergido en el olvido como en una arcádica fuente de desnudo verbo y de paz. Allemande. Tal vez otro nombre para Dios. Cuánto mejor habría sido que pese a todo (pese a todo) se hubiera derramado sobre las cabezas, como mirra y oro, como incienso y áloe, esta espléndida libertad que al conjuro de aquella “causa” innombrable habíase subdividido en una orgía de calor y en una fantástica y espejeante cabeza de monstruo.

Las palabras —dixit el ente ante el altar inclinado sobre él con tenacidad casi inocente, pues lo que lo precedía era la ignorancia— son un conjuro en la medida en que llamarlas es propiciar una realidad que ellas instauran con su sola presencia. Pero las palabras no son ese doble salto (salto en el vacío y en el cegador mediodía sin la culpa); ¿no lo son todavía? ¿no lo han sido nunca? La néant de nunca, su prosódica ambivalencia abriendo nuevos surcos en la materia aparentemente compacta, células que se habían unido al llamado de un conjuro, células que se desunían bajo el conjuro contrario, sorda arena entre los dedos, pálido reloj de las edades. Un día despertaremos en un universo donde el aire es el blanco (o el espacio en blanco). Acaso el más horrible de los destinos, porque su extrema luminosidad no podría ser aceptada (no por una entidad, no por un ser pensante), si precisamente su desesperación (si era cierto que podía desesperarse) crujía entre las hebras de blancura de las que estaba compuesto, no el mediodía cegador, sino la medianoche de niebla del universo infinitamente solitario. Y siempre toda frase resultaba demasiado dura. Y siempre toda frase era un acento culpable. Contorno violeta del ente que avanza sobre su tiempo exclusivo, como una hormiga sobre la línea del horizonte.

Pensó entonces escribir un relato titulado “La joven suiza y el gnomo”, mientras una voz repiqueteante le susurraba al oído: Soy el maestro de esto y de lo otro (la siempre voz, la inacallable boca), y al mismo tiempo se preguntó una vez más para qué serviría todo eso (no la escritura, en cuyo acuerdo el ente se retorcía desde hacía mucho tiempo como en viejo prestidigitador en su propia retorta de alquimia), sino lo que había visto y oído, sufrido y rechazado, sublimado y consentido, la sonrisa de oreja a oreja que mimaba los dados y los sostenía, el carnavalesco y sordo desleírse del gato por entre los cuerpos de los comensales, una vez más eso, una vez más eso, la cabeza cansada, los ojos ardientes [metido en aquella piel hasta sentir la última de las células que consumaba el matrimonio entre la máquina y la noche], el pie llevando graciosamente el ritmo, la eterna sempiterna solidaridad humana con lo abominable. El desfile de espíritus que siempre está a punto de recomenzar, de recomenzar, de recomenzar —dixit el ente y veía pasar por delante de sus ojos el soplo de la néant. Y sobre la boca cerrada del gnomo pesaba el propósito, ordenado por los siglos de los siglos por los dioses, de dar un sentido a esos gestos sin sentido que llenaban el espacio que de otra manera hubiera estado espantosamente vacío, puro horror vacui de la creación que ha olvidado su forma y su propósito, y por tanto era menester volver a salir en la oscuridad de la noche (la tenebrosa noche) y atravesar otra vez la plaza siniestra con sus postes, sus farolas inútiles, sus guardas congelados, el sempiterno despliegue de los naipes que bailaban sobre el dedo gordo y blanco, nuevos números, nuevas frases, y cruzar una vez más la puerta baja para enfrentar los mismos rostros milenarios del aburrimiento (no los rostros sumergidos en el olvido de éste o aquél, los circunflejos arcos familiares, sino las enmohecidas máscaras dolientes que moraban allí donde no hay nadie y que esperaban cada noche su inútil consuelo con una mirada de antiquísima lujuria y de resignación, para probar en la carne intacta del recién venido la parte del bien que es el alimento del mal: su decadencia y su renacimiento.)

Y el dolor, aún más punzante, ya que su indeclinable tedio había sido aceptado con un guiño, de escuchar con oscuro seño reflexivo el lenguaje unidireccional (porque su brillo cómico era una pura nada en la concavidad húmeda de un túnel), la lección de persistente épica que le ofrecían las manos que gesticulaban en la noche, mientras él veía a la joven suiza, de esbelto cuerpo, duro y flexible y dinámico como el de una lanza, abrir los párpados a la otra noche (la única que merecía el nombre de noche), y levantarse del lecho de piedra en el que dormitaba en la gruta para exultar el conjuro que crearía a su doble, que haría ondear la cabellera de idéntica plata a modo de signo lucífago en la lluviosa obscuridad, entre los árboles helados como silentes participantes de un rito cuyo contorno antifonal era la circunferencia del bosque. De ese centro —exultaba sin voz en el silencio la joven suiza— nacería sin exclamaciones su semejante, su hermana nórdica con idéntica desnudez e idéntica boca de flor y de holoturia, suspendida en la fragilidad como una lanza en la ausencia de su héroe, cubierta de fino vello a cuyo contacto se doblaban las fibras transparentes del espejo abdominal como poseídas por un escalofrío, y se combaba el pozo del omphalus para recibir a la serpiente vertebral (indra, kundalini) en la complicidad autorreflexiva que consumía al pensamiento como en un fuego bautismal sobre el que crepitaban las ramas anudándose y desanudándose dentro de su canto sombrío. Ella vendría, ella vendría, sopló la joven suiza sobre el rescoldo abarcado por sus manos, abriendo el ojo (omphalus ignum) que ya sólo quería ver, sumergirse en el fuego que consumía su párpado y desnudaba su globo, testigo de excepción que flotaba en el océano universal entre grandes líneas onduladas, entre terroríficos movimientos del animal cuya silueta era la línea del horizonte, solo frente a la intimación fantástica del gran ojo que lo absorbía y lo expulsaba en lentas anillaciones incandescentes de estrella de mar.

Y en efecto, apartando el molesto contorno multicéfalo del sonriente invitador, nunca decepcionado (ya que —dijo su subdividida voz ondulando en la oscuridad como una muda lengua de serpiente— entre la mirada y la sorpresa posible [la fusión posible] se interpone siempre la opacidad de un cuerpo, de un cuerpo que hay que tajear y cuya herida, de cálida oscuridad y bordes silentes, como de goma, e inminente pilosidad acuosa que se mueve en el fondo sin conciencia de su ser, ondulante y perpleja, es el recipiente oracular y burlesco de la culpa, la boca sucesiva del muerto que llama a sus iguales para contemplar, dando groseramente la espalda, el fracaso de un ojo y de un ala de pájaro, la fragmentación estruendosa del silencio en inutilizables carcajadas elásticas [los restos patéticos del universo], la duodécima noche del niño bajo el invierno cuadriculado de las claraboyas), vio, no podía dejar de ver, no quería dejar de ver, a la joven suiza permaneciendo (standing) junto a, cerca de, un cuerpo que era el contorno de la noche porque ya no podía ser alguna cosa, porque había sido brutalmente arrancado del alivio de las cosas (y arrojado sin embargo a la prisa, a la hora, a la abstracción como a un enloquecedor ensueño de prefiguraciones anagógicas), y recluido en la asombrosa forma del ojo, en la presentida aniquilación de todas las líneas quebradas que el ovillo absorbía y devolvía con su sonrisa incesante (sus anillos de agua en la respiración esperando), y el cuerpo que se tendía y tocaba la semejanza, y el cuerpo que se tendía y fulguraba al contacto de la ceniza voluminosa, y el cuerpo que se tendía como una boca sobre otra boca, como un ala sobre otra ala, como un río sobre otro río (agua ondulando dentro del agua), mientras la mano virgen reconocía a la mano virgen, y la cabeza ensimismada a la cabeza ensimismada, diferencia de la indiferencia, pálida extensión del nombre (o del acto de exultar el nombre) y figuración súbita del esbelto cuerpo distendido y del ovillo puro, lanza culminando en una flor que no vería la mañana, para volver a fundirse en la monstruosa respiración y reaparecer luego en el saludo a la montaña, la mano blanca curvándose como una hoja sobre la frente, las pantorrillas juveniles en rudo cuero enfundadas, auf wiedersehen en la nieve espejeante y en los severos picos helados, silueta de doloroso azul por la que podía reconocerse el silencio de la metamorfosis: ya nunca más volver en alma a la contumaz y estéril circunvolución de los naipes en la ansiosa pausa del vertiginoso multígono.

Pasó bajo el arco con rápido e invisible movimiento de la capa, como un rey que regresa del exilio a su costumbre de lámparas que abren un camino y una sombra en la multitud de imágenes adheridas a las paredes. El notificador ansioso se apartaba, el sonriente interlocutor daba traspiés en el cedazo pedregoso de su murmullo, la mano indiferente empezaba a flotar en el ensueño como en el espesor de un vino. Eran así los arcos del preludio y bajo el maderamen sin barniz se abría otro arco y era visible la claridad de un nuevo maderamen; se podía avanzar sobre los cuerpos dormidos o semidormidos como por sobre carnosos escalones, la consigna era “für die Nacht, für die Nacht”, y Allemande esperaba entre las ondas como un volumen suspendido en un gozoso grial, en un triángulo especioso; oír, oír el pálido reloj que iba escribiendo las páginas de arena, seguir el ojo múltiple de Allemande subdividido en millares de celdillas de centelleantes reflejos de colores, el arcoíris en el que la ansiedad se enajenaba, sucumbía a una desconocida transformación por medio de la cual reaparecía, renacía, en el umbral cubierto por una alfombra finísima y transparente, como una gran tela de araña bañada por el rocío y en la que fulguraba el contorno de una voz al final de cuyo túnel sin fin titilaba el corazón de Allemande:

…soy el hijo, el descendiente directo del tiempo. Puedo concitarlo, pero no destruirlo. Yo lo invoco en la pausa infinita de mi sueño; él hace. En él yo me construyo y me reconstruyo. Con él dibujo la arquitectura de la inmortalidad y el ojo insondable del océano. Soy el cisne, soy el fénix. Soy el hijo, el descendiente directo del tiempo…

La letanía sonaba en sus oídos como la música del mar en los perplejos caracoles. Inmóvil en el encantamiento de las piedras fatigadas por musgos ancestrales, se sentía cubrir de hielo vivo y gorjear sus células de oleaginoso calor fundiéndose en la nieve. Ovillado en la masa de silencio vio la diafanidad del cuadro liberado de sus encarnaciones sucesivas. Bajo el glorioso deslizamiento de la noche pugnaba por hablar la boca desconocida de la otra noche.

El ente entró en el agua espesa del espejo y comprendió que había dado un paso grave y doble y que había pasado a través del arco silencioso como quien pasa lentamente a través de sí mismo, a través de innumerables capas geológicas colocadas allí por el aburrimiento de un enciclopedista fantástico. Je meme —dijo el ente con la vacía exclamación del reconocimiento jubiloso—. Je suis le monstre. El altillo pavoroso tenía la consistencia hueca del ensueño por venir, y un resplandor de acero iluminaba el susurro de las voces suspendidas.

Era —dijo el gnomo a la joven suiza cuyo oído bebía el silencio como los dioses beben la ambrosía— como rozar el cuerpo enjuto y seco de una virgen, de una virgen fríamente armada, de una Jeanne d'Arc en forma de ovillo, en forma de ovo; como reposar junto a una adolescente de nudos flancos flexibles, de longitud oscura (de oscuridad sinuosa), y reposar allí oliendo una respiración que emanaba de una extensión de hierba, de un intocado pelaje, con el corazón saltando dentro del pecho, aun cuando la imagen y toda imagen fuera inevitablemente un pensamiento pálido, pues otro cuerpo (otra sombra) crecía bajo el dulce terror de la noche y otro lento claroscuro reposaba sin voz dentro del nudo inmovimiento. Una luz helada, como de invierno, como de ausencia, recortaba el perfil sin nombre sobre la almohada que se doblaba como un suicida al borde de una balconadura o de un puente, acentuando con su ostensible extemporaneidad de bibelot el otro bibelot asombroso en que culminaba aquella metamorfosis. Bien se veía ya a dónde había ido a parar todo: el sueño, el deseo, la insulsa conversación y hasta la música. Era esto lo que esperaba al viajero bajo el tronco del árbol en el que debían aquietarse los peligros de la noche y ordenarse, como en el comienzo del juego, las ajenas figuras.

La mano indecible palpó el contorno de la ensoñación con temblorosos tentáculos inhábiles, y entonces pudo verse que allí no había sexo alguno, sino que aquel breve pelaje cubría toda la longitud de un azul de plata, y que aquello al tacto tenía la consistencia melancólica e irresistible del bibelot ensoñado. Tanta diafanidad cegaba.

Convencido de la sacralidad indiferente del ovillo, avanzaba en su soledad como un taumaturgo hastiado e insaciado, rodando de la noche a la noche y oyendo el canto de los animales que llegaba desde el alba lejanísima. Era él, el ente, quien estaba obligado a escuchar el discurso alucinante del universo. Era él, el arquitecto, el que se veía perderse en la inextricable arquitectura que exultaba un solo cuerpo, un solo volumen de monstruosa sublimidad ante el que se doblegaban sin odio las palabras. Era su boca, transformada en fuego, el pozo en el que respiraba el dios con su pecho volcánico, con sus treinta y tres grados de secreto, con su curva de pierna alzada como un perfil momentáneo en el espejo. Oscuridad, deslumbramiento de la duda. El ente iba ocupando otra soledad y otra ausencia iba ocupando la suya. Y el tiempo lo llamaba con escandidas sílabas de finitud que distribuían el aire por columnas. Escuchaba al tiempo. Cubierto por una progresiva ala, por un avance de ola y por su corolario espumeante, escuchaba al tiempo gotear como una vela sobre las dos pirámides distanciadas, y el río del ensueño cayendo como una cascada de oro por los bordes del puente suspendido: las copas de las bocas bebiendo el único alimento desde la imposibilidad de una fusión que el sosegado deseo comprendía. Y comprendiéndolo (sutilísima reacción en cadena de la que escapaban como átomos las palabras), se entregó por fin a la incierta lumbre de incontables ojos, al arcoíris y su diafragma azul girando sobre un eje (como sobre un borne un émbolo), a la luna helada y blanca del espejo, esse multiplex del gato volador, sobresalto de ludiones cuyo doloroso placer es el brillo de plata de una cabellera fría y el susurro indiferente de unas voces roncas: No más, no más, no más, no más.

El cuerpo tendido sobre el banco era el de una campesina. Su mente debía estar tan en blanco como la de los infantes que moran en el limbo. Sus piernas reposaban en el olvido como dos hermosas e instantáneas construcciones vivas. (¿Dónde, dónde era que pasaba? Aquello, aquello, ¿qué era?) Y el fuego pasó con su ala por sobre el ojo del gigante, y nuevas carcajadas se dejaron oír en el anuncio doble del acabamiento, como a veces por pura distracción un mimo de consabida comicidad se pone la máscara severa de la tragedia. Habiendo salido por una puerta natural a la extensión desértica que era su casa y su castigo, el ente desnudo tenía la inmovilidad vertiginosa del pensador y la inquietud recomenzante de la ceniza. Un olor de pinos geométricos ondulaba en la vastedad y hacía crujir los cristales finísimos del tiempo puro. Se sentía que si había un minuto para la verdad, no podía ser muy diferente de este minuto claro en que dejaban de dormitar los enterrados soles del universo. El ente se inclinó con una suavidad extrema por sobre el borde de la duda, como se inclina el bañista adolescente sobre la roca del lago familiar que sólo a su imaginación le pertenece.

La máquina, que hace el oleaje eterno del mar así como la suspensión del cielo (oleaje y suspensión cuya perennidad es puesta en duda por la risa silenciosa del émbolo), absorbió el contorno de la voz que ya iba a pronunciar con un solo estertor mudo.

(Septiembre de 1990)

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